Fallece un grande, Tony Bennett

Cantaba tan cerca que podías sentir el calor de su aliento en el oído. Susurraba las canciones en el mismo salón de tu casa, ahí plantado tan tranquilo. «I’ve been terribly aloooone and forgotten in Maaanhattan«. Una voz familiar como la de un amigo que te fuera recordando viejas melodías. Cantaba sólo para ti el eterno Tony Bennett, un crooner a escala humana que tuvo una carrera sobrehumana, más de 70 años de grabaciones y conciertos, y susurros. Este querido compañero ha muerto este viernes a los 96 años: padecía Alzheimer desde 2016 y por ello se había visto obligado a la retirada en 2021.

En el terreno de los crooners no hay debate. Frank Sinatra fue el mejor. De hecho, cada día que pasa es aún mejor. Eso lo sabemos ahora, pero es importante recordar que cuando Tony Bennett llegó al negocio, en 1950, con gran éxito desde sus primeras grabaciones, Sinatra ya era el mejor. Con su traje blanco, con sus ojos azules y con una voz que resonaba como el eco de las montañas, aquel joven Sinatra dominó los años 40 hasta convertirse en los 50 en el Stradivarious de la canción popular de EEUU.

Once años más joven que Sinatra, nacido igualmente en la periferia de Nueva York, y con una altura y peso exactamente iguales, Tony Bennett fue su mejor pupilo. Un cantor cercano, enemigo del aspaviento y del subrayado. Ni era dramático en las baladas, su especialidad, ni se pasaba de euforia en los números rápidos y alegres como burbujas de champán. Deslizaba su barítono por la melodía con los movimientos de un maestro tai chi, así de elegante y natural era, y transmitía optimismo y confianza. Era un amigo, caray. Siempre fue bienvenido.

Una infancia miserable y una juventud construida sobre el esfuerzo produjeron a un humilde y noble muchacho dispuesto a hacer los sacrificios que hicieran falta por salir adelante. Su corazón nostálgico aprendió a amar el jazz en la era del swing, los años 40, pero fue el crooner pop que su discográfica le pidió que fuera y lo hizo con una sonrisa bajo su nariz con forma de gancho y sin perder la dignidad, y siempre que pudo saltó al jazz, y entre el pop y el jazz fue discurriendo su larguísima carrera de terciopelo azul. Sus discos de grandes éxitos contienen ejemplos grandiosos de ambos estilos, sin que unos hagan sombra a otros.

Su padre era un tendero italiano que murió cuando el chico tenía 10 años. Ya entonces debía destacar por su voz, pues ese mismo año, 1936, el talentoso niño cantó ante el alcalde Fiorello La Guardia en los actos de inauguración del puente de Triborough, que conectó Manhattan con su barrio en Queens, Astoria.

Anthony Dominick Benedetto entró y salió de la escuela de artes, donde estudió música y pintura, para trabajar y contribuir así al sustento de su madre y hermanos. Entre otras ocupaciones fue camarero cantante, hasta que el Ejército lo convocó en 1944 para viajar al frente de Francia y Alemania, donde llegaría a participar en la liberación de un campo de concentración nazi.

Cinco años después de regresar a Nueva York, su ciudad eterna, le descubrió por una carambola el entonces todopoderoso Bob Hope, quien le acortó el nombre a Tonny Bennett y se lo llevó de gira. Año 1950. La era del swing languidecía y este chaval con voz de señor y elegancia clasicota convenció al jefe de ojeadores de Columbia para que le contratara. Ese cazatalentos proyectaba sombra de villano y se llamaba Mitch Mitchell. Era el mismo ejecutivo que arrinconaba a Sinatra con su desprecio por el jazz hasta hacerle romper su contrato con Columbia en pedacitos (luego, en un giro de los acontecimientos que inspiró el personaje de Johnny Fontane en la novela El padrino, La Voz llevó el sinatrismo a las más altas cotas de excelencia en Capitol). El caso es que Mitchell estaba decidido en convertir a Bennett en el Sinatra que no quiso ser Sinatra, más dinámico, más ligero: más pop. Una cadena de empalagosos éxitos le daría la razón, como ‘The Boulevard of broken hearts’, ‘Because of you’ o la tremenda ‘Cold cold heart’, baladones repeinados y mecidos en oleadas de violines sentimentaloides, su acompañamiento habitual en esa primera etapa.

Pronto Tony Bennett, que estaba obsesionado con el vibrato de Louis Armstrong, que detestaba esa nueva moda del rock & roll, daría muestras de su pasión por el jazz. Así, en 1957 iniciaba una relación de cuatro décadas con el pianista y arreglista Ralph Sharon, su director musical de cabecera, con el que ese año grabó el prodigioso ‘The beat of my heart’ acompañado de un septeto en el que estaban grandes jazzistas como Art Blakey, Chico Hamilton, Jo Jones y Herbie Mann; como complemento, en 1958 hace el primero de tres discos junto a la big band de Count Basie. Qué etapa más extraordinaria.

En 1962 registró el mayor éxito de su carrera, un clásico inamovible de su repertorio desde entonces y una de las grandes canciones del siglo XX en EEUU: I left my heart in San Francisco. El resto de los 60 discurrieron entre los discos más personales de standards del cancionero americano y, sobre todo, los que servían para arrullar al oyente con versiones de éxitos de Broadway y de fenómenos de pop con arreglos de easy listening. Dignos, en cualquier caso.

Pero las concesiones comerciales no le sacaban de una progresiva irrelevancia y avivaron un desencanto que culminó en 1972 con la ruptura con Columbia. Reacción: mientras el mundo iba descubriendo el punk y la música disco, Tony Bennett se acercaba a los 50 grabando maravillosos discos de jazz que nadie escucharía, uno con el cancionero de Rodgers y Hart y dos de piano y voz con Bil Evans. Incluso fundó su propio sello discográfico, Improv.

Mientras descendía hacia la bancarrota llenaba el vacío creado por la falta de éxito con cocaína, cada vez más, hasta que en 1979 su segunda mujer lo encontró en el suelo del baño por una sobredosis. Fue el momento más bajo de su vida, diría después muchas veces, pero no sólo tuvo la oportunidad de recuperarse, sino de alcanzar los mayores éxitos de su carrera.

La culpa la tuvo su hijo Danny, que ese mismo 1979 creaba una agencia de representación y se proponía reflotar la carrera de su padre. Su estrategia no era cambiar a Tony Bennett, sino cambiar la forma en que todo el mundo le percibía: de plomizo carcamal a clásico molón. En 1986 el álbum ‘The art of excellence’ fue la palanca para iniciar esa transición: ahí está el Tony de siempre, el de las baladas, la orquesta atiborrada de violines, el jazz, el vibrato y el susurro. Sin descanso, en el 87 canta a Irving Berlin junto a Dizzy Gillespie, George Benson y Dexter Gordon.

De pronto Tony Bennett era un tío genial. Aparecía en el programa de David Letterman. Participaba como primer personaje real en ‘Los Simpson’. Grababa un ‘Unplugged’ de MTV que alcanzó una magnitud de 8,8 en la escala Richter del éxito y que ganó, oh, el premio Grammy a Mejor Disco del Año.

Desde entonces la carrera y la vida de Tony Bennett son una madeja de lana que va desarrollándose suavemente. Discos de duetos superventas, con Lady Gaga como última y destacada compañera. Galas de alto copete. Orquestas como portaviones. Visitas a la Casa Blanca (fue votante demócrata). Y una planta de clásico inmortal en torno a su sonrisa.

Pues bien, este es el amigo que ha muerto. Nos ha acompañado durante más de 70 años cantando como si estuviera en el salón de casa. Ahora ya podemos decir que Sinatra solo hay dos: Sinatra y Tony Bennett.