Pero, ¿hay lecturas para el puro placer? (2)

Pero, ¿hay lecturas para el puro placer?

Es el mismo error que comete Arriaga al querer imponer la ideología de la 4ª T prohibiendo la lectura de los clásicos y sustituyéndola por cápsulas de un marxismo reduccionista, dogmático y petrificado a través de los libros de texto gratuitos.

En lugar del pensamiento vivo y original de Marx, Engels y Lenin, pequeñas dosis de ese batiburrillo confuso y contradictorio que es la “filosofía” de la 4ª T.

Quienes así piensan, desconfían de la penetración y capacidad de convicción de su propia ideología y de la destreza crítica de los educandos.

Y tiene razón en esto último, porque la capacidad de análisis riguroso no es innata en el individuo, sino producto de su educación.

Por eso, en vez de prohibirle leer libros “placenteros”, hay que enseñarlo a pensar de modo disciplinado, sistemático y penetrante; hay que dotarlo de una herramienta mental capaz de abrir las entrañas a la realidad, analizar su contenido y someter sus conclusiones a la prueba de la práctica.

Con esto, se le puede soltar para que navegue solo en el complejo y contradictorio mar del pensamiento humano, sin peligro de que fracase y se ahogue.

Pero Arriaga comete un error todavía más significativo y determinante mediante el cual deja claro que no se ha ocupado en serio de estudiar la verdadera naturaleza de la creación artística. No sabe que el motor que impulsa al artista a crear no fue nunca, ni es hoy, el de crear belleza, y menos una belleza superficial para deleite del espectador zafio; que lo que lo mueve es algo más complejo, profundo y difícil de captar en su obra terminada. Todo verdadero artista está poseído del espíritu fáustico, es decir, del deseo irrefrenable de inmovilizar el instante, de eternizarlo, de anular su carácter efímero y fugaz. Por eso intenta crear algo capaz de superar la acción del tiempo, es decir, capaz de abolir el cambio y el movimiento eternos, aunque solo sea en su obra.

Todo artista es un cazador de eternidad.
Así se explica, por ejemplo, que el desarrollo de la pintura siga una línea descendente de lo concreto a lo abstracto: de la copia simple e ingenua de las cosas a su artización cada vez mayor para hacerlas menos parecidas al original; de aquí pasa a la prescindencia absoluta de todo modelo “exterior” y lo sustituye por sus propias sensaciones, emociones y sentimientos, hasta llegar al intento de plasmar solo conceptos, y conceptos de lo abstracto, no de lo material-concreto. Con razón o sin ella, el artista cree que cuanto más alejada se halle su obra de la realidad concreta, más cerca se hallará de su meta de alcanzar la eternidad.

El camino para avanzar en esta dirección es ir de lo singular a lo general, a lo universal, hacia la abstracción cada vez mayor. La obra de arte puede definirse como la búsqueda de lo universal a partir de lo singular-concreto.

A pesar de esto, todo artista refleja en su obra la concepción filosófica, social y política del lugar y la época que le tocó vivir, e incluso de la clase social a la que pertenece, aunque él crea y sostenga lo contrario.

Toda obra de arte es tendenciosa, toma partido, aunque no de un modo directo y panfletario, por una determinada concepción del mundo y de la vida social. Por eso quien la contemple o la lea, si no está pertrechado con un método de análisis afilado y con un criterio firme de verdad, corre el riesgo de ser confundido y atrapado por el artista, como teme Arriaga.

Pero el verdadero creador, si quiere acercarse a lo eterno, debe ser siempre riguroso y veraz en lo que hace o dice. Por ello su creación resulta muchas veces lo contrario de lo que se propone; un “reaccionario” termina creando una obra revolucionaria contra su voluntad, porque refleja la realidad de manera más precisa, vívida y revolucionadora de conciencias que los áridos esquemas de los tratados de sociología y economía.

Ejemplos clásicos son el Quijote de Cervantes; “Las Almas Muertas” de Gógol, un místico que murió siendo monje, que denunció la feroz explotación del “mujik”, que continuaba incluso después de su muerte; o “Resurrección”, de Tolstoi, noble terrateniente y místico también, que trazó un cuadro insuperable de la miseria y la explotación del campesino ruso, con el cual contribuyó a la maduración de la Revolución de Octubre.

Estas novelas, y muchas más que no menciono por razones obvias, caen en la categoría de lecturas de puro “placer” según Arriaga. Pero se equivoca como acabamos de ver. No hay obras “revolucionarias” y “reaccionarias” por sí mismas, útiles o perjudiciales para educar al individuo; solo hay obras malas, vulgares y zafias y obras geniales que educan, y mucho, a cualquiera que las conozca.

Obras que representan una manera distinta, a veces insuperable, de conocer la realidad, siempre y cuando se esté bien preparado y mejor entrenado para aprovecharlas. En caso contrario, pueden resultar dañinas y tóxicas, pero no por culpa del autor o de la obra, sino de quien se mete a cohetero sin saber manejar la pólvora.