El audaz político uruguayo que asombró al mundo como «el presidente más pobre».

A los 89 años, José «Pepe» Mujica, expresidente de Uruguay y símbolo mundial de la austeridad, murió en su chacra de Rincón del Cerro, como lo había decidido, debajo de la secuoya donde descansan los restos de su perra Manuela. La noticia fue confirmada este martes por el presidente Yamandú Orsi. Mujica había anticipado su despedida en enero con la frase “hasta acá llegué”. Esta vez, el cáncer venció al hombre que sobrevivió a la tortura, la prisión en condiciones infrahumanas y los balazos. Su partida marca el fin de una era en América Latina, una en la que aún era posible creer en políticos que vivieran como hablaban.
Mujica fue guerrillero del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. Lo balearon seis veces, fue prisionero político durante 13 años y sufrió encierros en condiciones brutales: sin libros, sin luz, sin más compañía que ranas y ratones. Le robaron un riñón, pero no el espíritu. “Estuve a punto de volverme loco”, recordaba. Pero resistió. Salió de aquel pozo transformado, sin resentimiento hacia sus verdugos. Prefería el perdón inteligente a la venganza inútil. «En la vida hay heridas que no tienen cura y hay que aprender a seguir viviendo», decía. Esa filosofía lo convirtió en un sabio popular: una mezcla de Sócrates rural y Quijote de la izquierda.
En 2010, con casi el 55% de los votos, Mujica llegó a la presidencia de Uruguay. Gobernó desde su casa en el campo, viajaba en un escarabajo celeste del 87 y donaba la mayor parte de su sueldo. Legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y reguló la marihuana. Promovió una ética pública basada en la sobriedad y el respeto. “No soy pobre. Pobres son los que necesitan mucho”, insistía. Mientras otros mandatarios acumulaban lujos, Mujica prefería el barro de su granja y las conversaciones cara a cara. Recibía a reyes y presidentes sin cambiarse la ropa de trabajo. Su legado político se traduce en coherencia vital
“No cambié un carajo, pero estuve entretenido”, confesó en una de sus últimas entrevistas. Mujica nunca se dejó arrastrar por el narcisismo del poder. “No tengo cuentas para cobrar”, aseguraba. Su relación con Lucía Topolansky, también senadora y exvicepresidenta, fue compañerismo en estado puro. Ella lo acompañó en la lucha, en la cárcel, en el gobierno y en la muerte. Juntos demostraron que el amor también puede ser una trinchera. La austeridad de Mujica no era pose: era convicción. En un mundo de excesos, vivió con lo mínimo. “Gasté soñando”, dijo al final. Y vaya si valió la pena.
La historia no lo olvidará. Mujica fue un referente ético en tiempos de cinismo. Cuando hablaba, lo escuchaban desde Barack Obama hasta Emir Kusturica. El documental El Pepe, una vida suprema retrató su esencia con honestidad. Mujica creía que la libertad consistía en tener tiempo para vivir, no para consumir. Rechazó el culto a la imagen y a la épica. “Los hombres no hacemos historia, hacemos historieta”, decía. Pero su historieta dejó huella. No fundó imperios, pero sembró preguntas. Y en tiempos de ruido, eso ya es revolucionario.
El cáncer lo atacó con metástasis al hígado y el esófago. Recibió 31 sesiones de radioterapia, pero quedó agotado. Decidió parar. “Ya terminé mi ciclo”, anunció en marzo. No quería bronce ni homenajes, solo reposar en su tierra. Murió como vivió: sin ostentación, sin drama, con dignidad. Sus últimas palabras fueron para pedir silencio: “El guerrero tiene derecho a su descanso”. Y así se fue, bajo el cielo de su chacra, entre los árboles que plantó, sin pedir nada, dejando mucho. Uruguay pierde a su más lúcido loco. América Latina a su más sabio irreverente. El mundo, a su presidente más humano.