Sarah Bernhardt, la vedette francesa que “inventó” el estatus de celebridad hace más de un siglo

Hubo una mujer que creó el mapa de ruta para futuras celebridades. La legendaria actriz francesa Sarah Bernhardt, conocida en su época como «La divina». Bernhardt, que murió en París en 1923, fue una de las mujeres más famosas del mundo de finales del siglo XIX y comienzos del XX y es considerada como la «primera celebridad» global.

Protagonizó muchas de las obras teatrales francesas y clásicas más populares, llenando salas, moviéndose en los círculos más exclusivos y acaparando titulares por toda Europa, Reino Unido, Estados Unidos y hasta América Latina.

Pero su estatus no se debió sólo a sus dotes escénicas sino a su revolucionario instinto para promover su imagen y utilizar a la prensa para crear una marca distintiva.

Para conmemorar el 100 aniversario de su muerte, el museo Petit Palais de París acaba de inaugurar una exposición titulada «Sara Bernhardt: Y la mujer creó a la estrella».

La exposición resalta su visionario talento como actriz, directora, empresaria, escultora, ícono de la moda además de su pasado de cortesana y su desafío contra las barreras masculinas, los roles de género y la moralidad contemporánea.

De cortesana a «mujer moderna»
Sarah Bernhardt nació en 1844, hija de una cortesana neerlandesa de origen judío y su amante Edouard Bernard, cuya identidad estuvo ocultada por mucho tiempo.

Enfermiza y temperamental, de niña fue a vivir con una tía y asistió a un exclusivo colegio católico en Versalles, antes de ingresar en el Conservatorio de Música y Drama a la edad de 16 años, bajo el auspicio de uno de los amantes de su madre.

En 1862 integró la prestigiosa institución teatral Comédie Française, con la que tuvo desacuerdos y sólo duró un año tras recibir críticas desfavorables por su actuación.

Abandonó abruptamente los escenarios a cambió de una vida de cortesana, estableciendo relaciones amorosas con varios miembros de la aristocracia europea. Con uno de ellos tuvo un hijo ilegítimo a la edad de 20 años.

Regresó a la actuación para poder mantener a su hijo, y encontró un ambiente más favorable para su carácter en el Teatro Odéon, una compañía menos rígida, con producciones modernas y atrevidas.
Allí empezó a ser reconocida por su «voz dorada» y la intensidad de interpretación en los papeles clásicos y románticos.

Su último rol en el Odéon fue el de la reina de España en «Ruy Blas», de Víctor Hugo, una premier a la que asistió en propio autor, quien después de la función se le arrodilló y besó su mano.

Ya establecida como una de las principales actrices dramáticas de Francia, la Comédie Française la reclutó de nuevo con un contrato más jugoso.

Regresó en 1872 y estuvo con la compañía otros ocho años hasta que decidió tomar control de sus asuntos profesionales.

El auge de la actriz coincidió con un nuevo movimiento entre las mujeres del siglo XIX, que empezaban a exigir mayor participación en la esfera pública, alejándose de los viejos estereotipos como el «sexo débil».

El teatro ofrecía ese espacio donde podían interpretar roles tradicionales de manera subversiva y Bernhardt tuvo gran éxito protagonizando personajes masculinos como el trovador Zanetto en «Le Passant» de Coppée, Napoleón II en «El águila» de Rostand y, famosamente, Hamlet de Shakespeare. Tuvo a la crítica y la audiencia francesa a sus pies.

Fabricó y promovió con éxito una imagen de sí misma como una mujer excéntrica, independiente, astuta en los negocios y sexualmente liberada.

Aprovechó sus orígenes misteriosos, su etnicidad y crianza inusual para construir la personalidad que tipificaría la «nueva mujer» del fin de siglo.

Su lema personal «Quand Même» («a pesar de todo»), estaba tejido en su ropa de cama, impreso en sus tarjetas de presentación y elaboradamente repujado en un revólver y era una demostración de su actitud combativa ante cada aspecto de su vida.

La primera estrella global
Bernhardt moldeó cuidadosamente su imagen como una mítica figura.

Ella constantemente buscaba maneras de aparecer en la prensa para promoverse, ya fuera con fotos dramáticas o al desnudo, comportamiento extravagante como montar en bicicleta o volar en globo de aire caliente.

Tenía tigrillos y otros animales salvajes como mascotas y afirmaba que solía recostarse en un ataúd donde se relajaba y estudiaba sus libretos.

Llevaba una vida fastuosa, que frecuentemente la dejaba casi al borde de la quiebra.

Así que, durante la baja temporada teatral en Francia, resolvió hacer giras internacionales por Europa, Reino Unido, Canadá, Estados Unidos y América Latina.

Su éxito en Londres fue espectacular.

Aunque actuaba en francés, la audiencia angloparlante quedó cautivada con su voz y gesticulaciones.

Dio recitales privados en las mansiones de la aristocracia, expuso sus esculturas y pinturas públicamente y se codeó con altos miembros de la realeza, la política y los círculos intelectuales y artísticos.

El dramaturgo Oscar Wilde la recibió una vez con lirios y la llamó «La divina» y «la incomparable».

Pero fue en sus giras al continente americano, comenzadas en 1880, particularmente atravesando una y otra vez Estados Unidos que Sarah Bernhardt se cimentó como la primera estrella global.

Miles atiborraron el puerto de Nueva York anticipando la llegada del barco L’Amérique que la diva había contratado para llevar a su compañía de actores a través del Atlántico.

Una vez instalada en su suite en el lujoso Hotel Abermarle, recibió a la horda de periodistas vestida en una bata blanca y un cinturón ancho de turquesa y oro.

Entretanto las entradas para sus funciones, a un precio exorbitante para le época, se habían agotado.

En este viaje, Bernhardt estrenó «La dama de la camelias», de Alexandre Dumas, cuya interpretación se convirtió en una de las más distintivas de su repertorio y que realizó más de 3.000 veces.

Se dice que desde el momento en que pronunció las primeras palabras, la audiencia quedó hipnotizada.

«En la voz de Sarah Bernhardt había más que oro», comentó un crítico, «había truenos y relámpagos, el cielo y el infierno». Cuando llevó la función a Boston, el periódico local declaró: «Ante la presencia de semejante perfección, un análisis es imposible».

En esa gira de 1880-81, que duró siete meses, Bernhardt hizo 156 presentaciones en 51 ciudades.

Seis años más tarde estaría de vuelta, atravesando el país. Llegó hasta organizar la instalación de una gran carpa de circo para sus presentaciones en los lugares donde no había un teatro disponible.

Tragedia durante una gira latinoamericana
La gira de 1887 fue extensa e incluyó América Latina, una región que visitaría varias veces.

A lo largo de su carrera, la estrella se presentó en Cuba, México, Panamá, Perú, Chile, Uruguay, Argentina y Brasil.

En particular, visitó a Brasil en tres ocasiones.

Sin embargo, en su última gira brasileña de 1905, sucedió un evento trágico, según sus biógrafos.

En la presentación final de La Tosca en Río de Janeiro, la protagonista debía saltar a su muerte desde un parapeto.

Unas colchonetas ocultas amortiguaban la caída de la actriz, pero por alguna razón no estaban en su sitio esta vez y sostuvo una grave lesión en la pierna.

La diva ya venía acusando un problema en la rodilla derecha desde hacía unos años y frecuentemente caminaba con un bastón.

La lesión que sufrió en el escenario de Río le causó una severa hinchazón y no pudo salir a recibir el aplauso.

Pero tampoco pospuso su regreso a Nueva York y en consecuencia pasó tres semanas sin atención médica.

A pesar del dolor crónico y limitada movilidad, Bernhardt continuó con su intenso itinerario de presentaciones.

Finalmente, con una rodilla cada vez en peor estado, en 1915 tuvo que someterse a una amputación de pierna casi a la altura de la pelvis.

Pero los gastos médicos, sus constantes gestos de filantropía y su despilfarro la habían dejado muy corta de fondos, así que, con pierna o sin pierna, tendría que seguir actuando.

No obstante, su vanidad no le permitió usar una prótesis o una muleta durante sus representaciones. Diseñó una especie de silla de manos en la que entraba cargada a escena .

Aunque discapacitada y pasada de años y de kilos, los espectadores no dejaron de quedar cautivados por su magia y mística, y de ovacionarla apasionadamente. Continuó trabajando hasta el final.

En marzo de 1923, estaba contratada para actuar en una nueva película llamada «La Voyante» pero sufrió un colapso y murió de uremia el 26 de ese mes.