Berthe Morisot,la audaz artista que estuvo en el corazón del Impresionismo junto a Monet, Renoir y Degas

Llegó a ser conocida como «el ángel de lo incompleto» y apreciada, por quienes la entendieron, por haber seguido un camino radical que la diferenció de los demás y la llevó al borde del estilo abstracto.

«Es un espectáculo cruel», advirtió el altivo y temido crítico de arte Albert Wolff del diario Le Figaró sobre una exposición en la galería de Paul Durant-Ruel en 1876.

Era una muestra de obras de pintores impresionistas, a los que él ya había ridiculizado un año antes diciendo que pintaban como «un mono que agarró una caja de pinturas».

En esta ocasión, escribió, «cinco o seis lunáticos» tomaban «lienzos, color y pinceles» y arrojaban «algunos tonos al azar». Wolff rogaba hacerle «entender al Sr. Pissarro que los árboles no son morados, que el cielo no es un tono de mantequilla fresca»; lograr «que el Sr. Degas entre en razón» y de explicarle al Sr. Renoir «¡que el torso de una mujer no es una masa de carne en descomposición con manchas de color verde violáceo!».

«También hay una mujer en el grupo, como en todas las bandas famosas», anotaba, y agregaba que «con ella, la gracia femenina se mantiene en medio de los desbordes de una mente delirante».

Es probable que al leer esta feroz crítica no te hicieran falta los nombres de pila de Camille Pissarro, Edgar Degas y Pierre Auguste Renoir.

La sola mención de sus apellidos puede evocar imágenes pero, ¿te sucede lo mismo con el de esa mujer que era «uno de los lunáticos», Berthe Morisot?

Quizás, pues su nombre identifica varias de las pinturas del gran Édouard Manet, quien la retrató más de una docena de veces, entre ellas la reconocida como obra maestra «Berthe Morisot con un ramo de violetas». Pero Morisot fue mucho más que una musa.

Fue una artista que usó sus pinceles con la misma maestría y libertad que sus amigos impresionistas, dando a luz al movimiento y luchando codo a codo con sus otros fundadores por defender la que entonces era una forma revolucionaria de pintar.

Sin embargo, durante décadas fue excluida del canon de la historia del arte del siglo XIX.

No por eso.

Si sospechas que por ser mujer Morisot fue discriminada por pintores machistas de su época, que los salones o galerías rechazaban sus cuadros, que no los podía vender, que las costumbres de la época la mantuvieron al margen tanto de los círculos conservadores como los vanguardistas del arte, no estás en lo cierto.

El 2 de marzo de 1896, el primer aniversario de su muerte, una retrospectiva conmemorativa reunió más de 400 de sus cuadros. Cuatro de sus amigos la supervisaron: Degas, Monet, Renoir y el poeta Stéphane Mallarmé, quien además escribió el prólogo del catálogo.

Es difícil hallar otro ejemplo de tan distinguido equipo de curadores, una muestra de en cuán alta estima la tenían.

Ellos, así como los otros impresionistas, la habían acogido sin reparos desde el principio. De hecho, Morisot fue uno de los miembros fundadores del movimiento.

En 1874, ella, Monet, Renoir, Pissarro y Degas fundaron la Sociedad Anónima de Pintores, Escultores y Grabadores, en un intento de romper con la convención de los círculos artísticos de la época que les impedía exhibir sus creaciones en el salón oficial organizado por la Academia de Bellas Artes.

Ella, sin embargo, no tenía ese problema: mientras que los estrictos conservadores que gobernaban los salones franceses rechazaban una y otra vez las obras de muchos impresionistas, las de Morisot eran incluidas cada vez que participaba.

No obstante, formó parte integral del círculo de radicales que sacudieron el statu quo y sentaron las bases del movimiento, y ocupó un lugar destacado en todas las exposiciones impresionistas anuales, excepto una, por razones de salud.

Su enigmática representación de la mujer parisina, combinada con experimentos revolucionarios en los que dejaba obras aparentemente sin terminar, la convirtieron en uno de sus espíritus más aventureros.

Eso no quiere decir que el hecho de ser mujer fuera pasado por alto.

«Catastrófico»
El mismo Manet, cuando la conoció en el Museo del Louvre en 1868 y vio las obras de ella y su hermana Edma, impresionado con su talento dijo: «Lástima que sean mujeres».

Ambas habían empezado a estudiar pintura en 1856, cuando Morisot tenía 14 años, y ya uno de sus primeros profesores, Joseph Guichard, le había advertido a su madre: «Dadas las dotes naturales de sus hijas, con mi enseñanza se convertirán en pintoras, no en talentos menores de salón».

«¿Está plenamente consciente de lo que eso significa? Será revolucionario -casi, diría, catastrófico- en su entorno de alta burguesía».

Su madre, Madame Marie Cornélie Morisot, sonrió serenamente y respondió que estaba dispuesta a enfrentar ese peligro.

A pesar del apoyo de su familia, había ciertas cosas que ella no podía hacer por no ser hombre. Por un lado, para las pintoras el género era un inconveniente desde el principio: la Ecole des Beaux-Arts (Escuela de Bellas Artes) estuvo completamente cerrada a las mujeres hasta 1897.

Además, mientras que sus pares impresionistas frecuentaban bares, estaciones de tren y burdeles que les servían como inspiración, para Morisot el sólo hecho de pintar al aire libre era un problema; en ese entonces las mujeres debían salir de casa acompañadas o se prestaban al escándalo.

En vez de bailarinas de cancán, estrellas de clubes nocturnos o borrachos embriagados por la absenta, ella mostraba niños y mujeres en plácidas escenas domésticas o en jardines.

Cuando, a fines de la década de 1870, la prensa reconoció que Morisot ocupaba un lugar central en el impresionismo, su estética innovadora se vio como resultado de su «visión femenina».

Mientras que las pinturas de sus compañeros masculinos eran aclamadas como «originales» o «vigorosas», las suyas eran «encantadoras», «graciosas» o «delicadas».

Ella misma escribió en su diario: «Creo que nunca ha habido un hombre que haya tratado a una mujer como a un igual, y eso es todo lo que hubiera pedido. Sé que valgo tanto como ellos». Pero nada de eso impidió que llegara a ser la artista que fue.

Lo efímero.
Ese entorno de alta burguesía en el que vivía implicó que los mejores artistas e intelectuales iban a cenar regularmente en la lujosa casa de su familia, y varios fueron sus pretendientes.

El terrateniente con el que se casó en 1874, a la entonces considerada avanzada edad de 33 años, era un pintor y novelista aficionado que abandonó su carrera para dedicarse a Morisot, a quien prometió hacer «la mujer más adorada y mimada de la tierra».

Se dedicó a organizar sus exposiciones y ayudó a criar a su hija Julie.
Se llamaba Eugène Manet, y era hermano de Édouard, con quien Morisot tenía una estrecha relación desde que se conocieron, y quien en un principio la influyó como artista, pero más tarde, cuando afirmó su originalidad y encontró su propio estilo, fue ella quien tuvo un impacto sobre él.

Era una impresionista por excelencia que pintó la vida cotidiana, a menudo al aire libre, obsesionada con el juego de luces y colores, que trabajaba con pinceladas rápidas y a menudo dejaba lienzos sin terminar.

«Nadie representa el impresionismo con un talento más refinado, con más autoridad que Madame Morisot».

Pero fueron sus experimentos con el concepto de lo ‘inacabado’ en su pintura lo que demostró que era una de las más audaces y realmente traspasaba los límites.

Era un estilo distintivo que resonaba con su esfuerzo por pintar lo fugaz: «Mi ambición es capturar un toque de lo efímero», escribió.