Como toda la atención a la guerra de Ucrania se ha centrado en Europa, valdría un poco el esfuerzo en voltear a mirar hacia América y entender que Estados Unidos está perdiendo geopolítica, seguridad nacional e influencia en la zona Iberoamericana y caribeña.
En el escenario de la iniciativa estadounidense para retomar los hilos geopolíticos americanos, el presidente Joseph Biden realizó en diciembre una Cumbre por la Democracia a nivel mundial y se prepara para encabezar en junio la Novena Cumbre de las Américas.
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Aunque la agenda prioritaria se ha centrado en el narcotráfico y la democracia, un tercer tema ha sido colocado de manera muy forzada: cohesionar a los países que aceptan el liderazgo impositivo estadounidense y someten a sus gobiernos a la calificación de la Casa Blanca en materia de democracia.
Por lo menos, siete países iberoamericanos no han sido invitados a esa Cumbre que de manera institucional tendría que reunir a todos los países sin certificar desde la óptica estadounidense su condición democrática porque esos gobiernos, a criterio estadounidense, constituyen perfiles populistas de carácter antidemocrático y autoritario, aunque en el fondo a la Casa Blanca le preocupa las relaciones de esos gobiernos con Rusia, China e Irán.
En el juego geopolítico, México acaba de moverle el tablero al viejo enfoque imperial estadounidense. El pasado viernes 29 de abril el presidente mexicano López Obrador le hizo dos movimientos estratégicos al presidente Biden en una conversación telefónica: pidió que ningún país fuera excluido de la Cumbre y quitó el tema de la obligatoriedad que exige Estados Unidos a sus aliados americanos para sumarse a las sanciones contra el Gobierno de Putin.
Por su frontera física con Estados Unidos, por su añejo nacionalismo y por participar en el Tratado de Comercio Libre de Norteamérica, México tiene una relativa autonomía en planteamiento de opiniones fuera de los intereses estadounidenses que cuando menos los presidentes anteriores, de Salinas de Gortari a Peña Nieto, no se habían atrevido a ejercer.
Los gobiernos estadounidenses han sido, todos, imperiales en sus relaciones con los países iberoamericanos y caribeños, algunos más o algunos menos, pero todos han asumido a la región sur del Río Bravo como el patio trasero de la Casa Blanca.
Sin embargo, hay de estilos a estilos: los presidentes demócratas han sido menos imprudentes y agresivos que sus contrapartes republicanas. Después de los cuatro años de intolerancia y agresividad del presidente Donald Trump, el estilo personal de Biden no ha sabido como imponer sus voluntades hacia sus vecinos.
La guerra de Ucrania no ha podido ser utilizada por la Casa Blanca como un mecanismo de cohesión estratégica en materia de la seguridad nacional estadounidense, pues el descuido de casi 30 años y las presidencias de Clinton, Bush Jr., Obama y Trump carecieron del punto de referencia de la guerra fría del pasado soviético y nunca pudieron articular alianzas iberoamericanas alrededor de la amenaza del narcotráfico y el terrorismo a Estados Unidos y no a los países regionales.
En los últimos años, la desatención estadounidense hacia Iberoamérica permitió una autonomía relativa para la configuración de gobiernos basados en necesidades propias, sobre todo las que tenían que ver con gobiernos cercanos al pueblo y políticas de corte populista-asistencialista que de manera usual han configurado el perfil nacionalista de las sociedades iberoamericanas.
Estados Unidos ha carecido de un replanteamiento de su estrategia de seguridad nacional a la región y ahora mismo se mueve en medio de contradicciones que carecen de reflexión y de respuestas.
Por ejemplo, el presidente Biden no le corrió invitación para la Cumbre de las Américas a los presidentes centroamericanos de Guatemala, El Salvador y Honduras, el llamado Triángulo del Norte, y la justificación se basó en que son gobiernos populistas, antiestadounidense y sobre todo con sospechas de vinculación directa con el crimen organizado.
Pero de manera paradójica, la Casa Blanca se comprometió con México a desarrollar programas de apoyo económico a esos países centroamericanos que hoy en día son la fuente más importante de aportación de migrantes que quieren ingresar a Estados Unidos sin pasar por los controles legales fronterizos.
Y quedó en el debate la decisión del presidente Biden de “perdonar” todos los abusos del Gobierno venezolano de Nicolás Maduro por la necesidad de estadounidense del petróleo que podría no venir de Europa. Biden cambió su discurso hacia Venezuela, pero no lo supo explicar a todo su aparato de seguridad nacional que está comprometido en derrocar al Gobierno de Maduro.
La cumbre de las Américas quiere ser utilizada por el presidente Biden como punto de inflexión para relanzar cuando menos dos estrategias de seguridad nacional: la cohesión que permita convertir a Rusia en el nuevo enemigo histórico de Iberoamérica y la utilización de la democracia al estilo americano como el punto de identificación regional tratando de reproducir el viejo espíritu binario de la guerra fría entre comunismo y democracia Occidental.
Aunque Iberoamérica no será un grave problema estratégico para Estados Unidos, sí existirán desacuerdos en los temas de las sanciones a Rusia y de la democracia populista iberoamericana que le reduzca influencia política a la Casa Blanca en la región americana. En este sentido, la Cumbre de junio presentará los perfiles del margen de maniobra de Estados Unidos en la compleja región iberoamericana y caribeña por la autonomía relativa que estos países han asumido en los años del distanciamiento de la Casa Blanca.
Y aún no se conocen evidencias concretas que permitan indicar si existe en Iberoamérica una verdadera corriente de simpatía y relación estratégica con la Rusia de Putin, como la hubo cuando existió la izquierda marxista que mantuvo cuando menos el espíritu soviético en la región iberoamericana y caribeña.
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