La democracia occidental nunca fue concebida como el mundo feliz, el régimen de las libertades plenas o como una sociedad en donde una buena parte de las necesidades humanas estuvieran resueltas. Siempre fue y siempre ha sido, una forma de Estado, una forma de dominación. Comencemos por poner en su sitio la mentira monumental y generalizada que consiste en hacer creer que el Estado es una gran invención social diseñada para mantener la paz y aplicar la justicia a todos los infractores que la pongan en peligro. El Estado no es un árbitro impoluto, honradísimo, que se encuentre por encima y hasta muy por sobre los intereses materiales de los integrantes de la sociedad, más precisamente, no está ajeno ni por encima de los intereses de las clases sociales. Nada de eso.
Todo lo contrario. Desde que surgió, cuando apareció la propiedad privada de los medios de producción sobre la tierra como consecuencia de la invención de la agricultura que volvió al hombre sedentario, lo fijó en un sitio para cuidar de las novedosísimas cosechas que habría de procurar la primitiva e incipiente domesticación de las plantas, cuando esperaba, pues, al lado de la parcela (cuyas mortíferas consecuencias no tardarían en hacerse evidentes) los resultados de su trabajo y, por tanto, le empezó a importar conservar el dominio, la propiedad de ella para sí y luego para sus descendientes, entonces, empezó a aparecer entre las viejas tribus un aparato diseñado especialmente, de tiempo completo, para conservar la situación sin alteraciones ni cambios, el Estado. El Estado, pues, surgió como un aparato de dominación: los propietarios de tierra seguirían siendo propietarios de tierra; los desposeídos, seguirían siendo desposeídos. Los medios de producción se han diversificado y crecido de manera impresionante, la función dominante, guardiana y preservadora del Estado sigue siendo la misma, aunque mucho más importante y decisiva.
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Su forma, la forma que ha asumido el Estado a lo largo de los siglos en el mundo, ha sido variadísima; su esencia, como queda dicho, la misma y ha llegado hasta lo que el capitalismo, en su forma imperialista, el modo más moderno y más sanguinario de producción, ha considerado como la mejor para garantizar y perpetuar sus intereses y su dominación: la democracia. La propaganda que la acompaña, protege y disfraza es tal que llamar antidemocrático a una persona o gobierno es un epíteto que describe a un régimen abominable al cual nadie quiere quedar expuesto porque lo exhibiría como abusivo y explotador. Así de que, como consecuencia de la poderosa propaganda occidental, la democracia se considera por muchos como el régimen de gobierno perfecto, el más justo y el más deseable. La verdad, la áspera verdad, como dijo Dantón, es muy diferente.
Desde su nacimiento, la democracia enseñó el cobre. La griega fue democracia solo para los esclavistas, nunca para los esclavos que solo eran considerados medios de producción parlantes y no eran dueños ni de su propia vida. El gran acontecimiento universal que le abrió definitivamente el paso al régimen de producción capitalista y a la clase burguesa fue la Revolución Francesa, que estalló el 14 de julio de 1789; casi de inmediato, un mes después, se aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, la base para redactar y aprobar la nueva Constitución. Si compartimos lo dicho acerca del Estado, no debería sorprendernos que uno de los primeros temas que consideró la Asamblea Constituyente de la nueva clase en el poder, fuera precisamente el del derecho electoral.
La nueva clase en el poder, hizo realidad la apreciada divisa de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, que había llevado ilusionadas a grandes masas empobrecidas a dar su vida por la revolución, aprobando leyes electorales que dividían a los ciudadanos en “activos” y “pasivos”, en los que tenían derechos plenos de votar y ser votados y los que estaban privados del derecho al voto y a la elegibilidad. Para la burguesía que había tomado el poder, no todos los ciudadanos eran electores, solo los designados y, de entre los designados, solo podían votar los que aportaban una contribución directa de 10 jornadas de trabajo y, por si fuera poca la exclusión, solo los electores que pagaran el llamado marc d’argent, equivalente a 54 libras y poseyeran una propiedad de bienes raíces, eran elegibles para la Asamblea Nacional. La vieja división de los hombres en la sociedad, los propietarios y los no propietarios de los medios de producción, los burgueses y los proletarios, seguía viva y actuante y solo los burgueses gobernarían.
¿Estamos ya en un nuevo mundo? ¿En la democracia justiciera del Siglo XXI o estamos casi en la misma de la Revolución Francesa? Los electores, en la democracia de nuestro país, como la del mundo entero, no tienen ni la más remota idea de quiénes son realmente, cómo piensan, qué han hecho y de qué son capaces los candidatos que le presenta el poder a los diferentes puestos que se eligen en los procesos electorales; entre más se asciende en la importancia del cargo, más oculta está para el electorado la esencia verdadera del candidato o la candidata. Los políticos de la élite del poder tienen una personalidad construida con montañas de dinero por los grandes e influyentes medios de comunicación y, amparados en ella, se presentan a las elecciones; son inteligentes, muy preparados, muy trabajadores, sensibles, sencillos, simpáticos, dicho en masculino o en femenino, nunca, nada menos se dice de ellos millones de veces en el día.
El elector es empujado, manipulado y hasta obligado a llegar a la urna y depositar su voto. Existen técnicas infernales. Las fotografías con el político sonriente, mirando al horizonte, frases de campaña con las palabras cuidadosamente seleccionadas por caros expertos de tiempo completo, tales como cambio, futuro, progreso, solución, todos, adelante y muchas otras que calen en el sentimiento, que no en el razonamiento del elector. Todo ello muy apuntalado con presiones cada vez más descaradas. Ahora, con las ayudas que otorga el gobierno con dinero de los contribuyentes para aligerar la carga a los que tienen que pagar salarios y para extorsionar a los beneficiarios a la hora de votar, es ampliamente conocido que miles de empleados acosan a los “beneficiarios del bienestar” para asegurar su voto por los miembros del partido en el poder. En la moderna sociedad democrática se castiga el acoso sexual, no el acoso electoral. En la democracia realmente existente, el elector y su libre decisión acaban hechos polvo. Casi como antes de la Revolución Francesa, solo que, como dice la gente buena de Chihuahua, más reborujado.
¿Y qué decir de la elegibilidad, de la ascensión al Everest de una candidatura? No pasar por alto, en primer lugar, que en consonancia con la obligación de ser propietario de tierras y dinero que imponía la Revolución Francesa a los elegibles, ahora es obligatorio que un partido político proponga y registre al candidato. En México, los partidos políticos tienen el monopolio, la franquicia de las candidaturas y, por tanto, de los puestos de poder y, para que la clase trabajadora llegue a tener su propio partido político está muy difícil; si no está consciente y organizada, si no tiene dinero, los requisitos son inalcanzables, de eso se ha asegurado la legislación vigente, si no está consciente y organizada, repito, a la clase trabajadora no le queda más remedio que dividirse con ilusiones falsas entre alternativas iguales pero de diferente color o dejarse corromper con puestos ínfimos.
Dejo al criterio del respetable lector, la decisión acerca de si aquí se dice verdad o mentira. Pasaron muchos meses, pasaron años, en que en los pueblos y las colonias pobres del país no se veía ni una gente de ningún partido político, ni uno solo de aquellos militantes enjundiosos que, en épocas de elecciones, llegan en parvada jurando dar la vida por el pueblo. Ahora estamos otra vez en época de elecciones (por encima de la ley, ya la inauguró el Presidente), diremos unas palabras acerca de la aplicación práctica de la democracia ahora que entramos en temporada. Pero eso será, con el permiso y la benevolencia del lector, en una siguiente entrega.