Al final, el rey y su familia fueron llevados físicamente a París.
A las 6 de la mañana del 6 de octubre de 1789 María Antonieta, la reina consorte de Francia y Navarra, salió despavorida de sus aposentos en el palacio, corriendo por los pasillos aún en su ropa de cama, hasta llegar a la habitación del rey.
Golpeó desesperadamente la puerta, suplicando que lo dejaran entrar, pero tardaron en escucharla debido al estruendo de una proverbial turba enardecida que estaba asaltando Versalles.
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Todo había empezado el día anterior cuando mujeres en los mercados de París, desesperadas por la falta de comida y furiosas por rumores de que se estaba acaparando el pan, se rebelaron y decidieron tomar el asunto en sus propias manos de una manera impactante y violenta.
Junto con otros miles de parisinos, marcharon horas bajo la lluvia, arrastrando cañones, cargando mosquetes, horquillas, cuchillos.
Al final, el rey y su familia fueron llevados físicamente a París. Fue un momento en que todo cambió.
Ahora era el rey quien estaba sujeto a los designios del pueblo, y de repente un futuro democrático parecía posible.
Hasta entonces, Louis el XVl se había negado a firmar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, temiendo que llevara al fin de la monarquía. Pero ya no tenía opción.
“Sin el catalizador de la toma de Versalles propiciado por las mujeres de París, ¿quién dice que la habría firmado?”, cuestiona la historiadora Amanda Foreman en el documental de la BBC “El ascenso de la mujer”.
“Había estado buscando una salida cuando las mujeres pusieron su mundo patas arriba”.
La declaración
El radical documento ofrecía una nueva visión audaz para Francia, que garantizaba plenos derechos sociales y políticos… para algunos.
Las mujeres pronto descubrieron que ser ciudadanas no las hacía iguales a los ojos de la ley.
En esa época de la Ilustración, cuando la lógica y la razón supuestamente prevalecían, al filósofo Jean-Jacques Rousseau, cuyos escritos ayudaron a inspirar la revolución, no le pareció ilógico afirmar que “el hombre debe ser fuerte y activo, la mujer, débil y pasiva”.
Aquello de “Liberté, égalité, fraternité” era libertad e igualdad sólo para la fraternidad, no la sororidad.
Pero hubo alguien que tuvo el coraje y la convicción de denunciar por escrito que la Declaración de los Derechos del Hombre estaba incompleta sin los derechos de la mujer: Olympe de Gauges.
En 1791, expuso el sesgo que sustentaba ese documento publicando su propia Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana.
La otra declaración
“Considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de la mujer son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobernantes…”, empieza diciendo en el preámbulo del documento que, como su par, se compone de 17 artículos.
“La revolución francesa había prometido darle la espalda al despotismo y la religión haciendo hincapié en la razón y la naturaleza”, explica su biógrafo Olivier Blanc.
“Esas dos nociones son esenciales en el siglo XVIII, y Olympe se basa en ellas”.
• Artículo IV
“La libertad y la justicia consisten en devolver todo lo que le pertenece al otro; así el ejercicio de los derechos naturales de la mujer no tienen más límites que la tiranía perpetua que el hombre le impone. Esos límites deben de ser reformados por las leyes de la naturaleza y de la razón”.
Además hablaba de que la libertad y la justicia son el motor impulsor de los derechos de las mujeres.
Y exigía tanto derechos políticos como civiles.
• Artículo VI
“(…) todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, siendo iguales ante sus ojos (de la ley), deben de ser igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según sus capacidades, y sin otras distinciones que aquellas de sus virtudes y sus talentos”.
Pero además de derechos, las mujeres debían tener deberes, los mismos que los de los hombres, como lo expresó en el artículo que más famoso se haría, por la frase que vaticinaría su futuro:
• Artículo X
“Nadie debe ser molestado por sus opiniones, incluso fundamentales. Si la mujer tiene el derecho de subir al patíbulo, ella debe tener igualmente, el derecho de subir a la tribuna; mientras que sus manifestaciones no alteren el orden establecido por la ley”.
No sólo eso
Parte de otro artículo, el XI, deja entrever una de las causas que defendió, por experiencia propia.
“Toda ciudadana puede en consecuencia decir libremente, soy madre de un hijo que le pertenece, sin que un prejuicio bárbaro la forcé a disimular la verdad”.
En su certificado de nacimiento decía que había nacido en Montauban en 1748, que su nombre era Marie Gouze y que su padre era un carnicero.
Pero ella dijo que siempre supo que realmente era hija ilegítima del marqués Jean-Jacques Lefranc de Pompignan, un reconocido magistrado y escritor que había sido amigo de su madre.
A los 17 años la casaron contra su voluntad con un comerciante, quien murió tres años más tarde dejándole un hijo, al que adoraba, y la privilegiada posición de viuda a la que nunca renunció, pues no sólo repudiaba el matrimonio sino que le permitía una libertad que no estaba al alcance de las mujeres solteras o casadas.
Pero en vez de identificarse como “la viuda de…”, como dictaban las normas sociales, adoptó el nombre de Olympe de Gouges.
Cuando se enamoró del rico empresario Jacques Biétix de Rosières se fue con él a París y, aunque no contaba con una educación formal, se fue haciendo un nombre en el mundo literario y político particularmente por los temas que abordaba.
Luchó por los bastardos, alegando que los hijos ilegítimos debían tener las mismas protecciones que los legítimos.
Abogó por la instauración del divorcio y propuso para los cónyuges un contrato anual renovable. Criticó la falta de universalidad de la Constitución de la nueva Francia, que sólo le concedió el sufragio a hombres blancos propietarios de tierra, dejando a gran parte de la población sin voz ni voto.