Ida Tarbell la mujer que enfrentó a Rockefeller y le puso freno al titán del petróleo

Ida Tarbell
Ida Tarbell

“Ni una palabra”, le dijo John D. Rockefeller Sr. a sus subordinados. “Ni una palabra sobre esa mujer descarriada”. La orden la dio en los primeros años del siglo XX, cuando ya era un hombre inconcebiblemente rico, quizás el más rico que haya existido jamás -aunque eso es difícil de establecer-, e indudablemente uno de los héroes de un país cuya leyenda sostenía que hasta aquellos de orígenes modestos tenían el triunfo al alcance de sus manos.

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Hijo de un padre semipresente, estafador y bígamo y una madre baptista devota, desde muy joven Rockefeller tuvo una férrea determinación de ganar dinero.

Era también uno de los “barones ladrones”, una etiqueta que surgió de una furiosa editorial del diario The New York Times de 1859 criticando a Cornelius Vanderbilt por los métodos de los que se valió para controlar la lucrativa ruta marítima a California a través de América Central.

Lo que para el diario era condenable, para un puñado de la siguiente generación de empresarios, como Rockefeller, Andrew Carnegie (acero) y William Randolph Hearst (prensa), era más bien un ejemplo de lo que se podía hacer si se ignoraban las viejas reglas y se creaban unas propias, como explica el historiador Adam I.P. Smith. Tras la abolición de la esclavitud después de la Guerra Civil estadounidense, los llamados barones ladrones se beneficiaron de una de las revoluciones más profundas en la experiencia humana: la transición de una sociedad en la que la mayoría de la gente trabajaba por cuenta propia o en alguna forma de trabajo no libre, a una en la que la mayoría trabajaba por un salario.
Algo que todos tenían en común era que ganaban dinero con la implacable lógica de las economías de escala. Al expulsar a la competencia, controlar las cadenas de suministro y distribución y mantener los salarios lo más bajos posible, los barones ladrones redujeron los costos sin piedad.

Eran los explotadores, no los inventores: tomaban operaciones a pequeña escala y las ampliaban y luego las volvían a agrandar. El tamaño lo era todo, algo de lo que se dio cuenta Rockefeller: una gran refinería de petróleo era mucho más eficiente que 20 pequeñas.

Esa molesta sustancia
El negocio que hizo fabulosamente rico a Rockefeller era relativamente nuevo. Por mucho tiempo, el petróleo había sido una sustancia molesta y maloliente con la que se topaban quienes perforaban los suelos en busca de agua salada para producir sal. Hasta deshacerse de ella era difícil pues se encendía con facilidad, algo que sabían muy bien los primeros exploradores del noroeste de Pensilvania quienes hallaron manantiales y arrollos cubiertos de ese aceite espeso que ardía ferozmente.

El único uso que tenía era como medicina: los indígenas creían que tenía propiedades curativas y algunos de los que llegaron a sus tierras empezaron a embotellarlo; a mediados del siglo XIX se vendía como la panacea para todo tipo de dolencias. Y se vendía bien… muy bien.

No obstante, hubo quienes intuyeron que su potencial era mayor. Se sabía que a veces se utilizaba como lubricante y que podía reemplazar el aceite de ballena en las lámparas, pero su uso extendido se veía impedido por las impurezas, que lo hacían peligroso.

De poder superar ese obstáculo, las ventas se multiplicarían exponencialmente… pero para satisfacerlas había que hallar fuentes abundantes de petróleo. Así que mientras los laboratorios encontraban formas de refinarlo, en 1958, un hombre llamado Edwin Drake fue contratado por la recién formada compañía Seneca Oil para buscar la cada vez más preciada sustancia.

En un bosque de Pensilvania, a las afueras de un pequeño pueblo llamado Titusville, Drake instaló una turbina de vapor y comenzó a perforar un agujero. Tras un año de intentarlo, finalmente encontró lo que llegaría a llamarse oro negro, y desató un frenesí, transformando una zona que hasta entonces había sido pasada por alto por las grandes olas de migraciones por ser demasiado accidentada y hostil.

Golpe a la prosperidad
Cuando Rockefeller diseñó su estrategia para tomar por asalto la industria del petróleo, “esa mujer” tenía 15 años. Se llamaba Ida Minerva Tarbell y había nacido en la misma región que el flamante negocio. Su padre, Frank, había pasado años construyendo tanques de almacenamiento de petróleo, pero comenzó a prosperar cuando se cambió a la producción y refinación de petróleo.

La familia empezó a disfrutar de “lujos de los que nunca habíamos oído hablar”, escribió más tarde, y Titusville, así como las áreas circundantes en Oil Creek Valley “se habían convertido en una industria organizada” a la que se le auguraba “un futuro espléndido”.

Pero, de repente, “esta ciudad alegre y próspera recibió un golpe”, que llegó en la forma de una corporación cuyo nombre prometía bondades -La compañía del mejoramiento del Sur (South Improvement Company)-, pero que provocó sinsabores que se llevaron apelativos menos favorables, como “la guerra del petróleo” y la Masacre de Cleveland.

Sucedió en 1872, cuando Rockefeller ya era empresario exitoso, aunque poco conocido, de Cleveland, que se había convertido en el centro de refinación de petróleo de Estados Unidos. Standard Oil, su corporación, controlaba el 10% de la capacidad de refinación del país.

Desde que había brotado petróleo del pozo de Drake, tantos se habían metido en el negocio que la industria del crudo adolecía de desorden e ineficacia. Pero él creía tener el remedio.

La guerra
La Compañía de Mejoramiento del Sur había sido creada por las grandes ferroviarias que transportaban el petróleo y que estaban ansiosas por ponerle fin a la guerra de tarifas que se había desatado por su feroz competencia. Como el otro objetivo era limitar la producción de petróleo refinado, pues el país tenía ya una capacidad de refinación dos veces y media más grande que el mercado, incluyeron compañías petroleras.

La idea era que cada empresa de ferrocarriles recibiera envíos regulares de petróleo en una proporción garantizada. Las casas de comercio de Nueva York también comprarían el petróleo a tarifas fijas, lo que les daría estabilidad y ganancias consistentes en las ventas de la Costa Este y en el extranjero. Las refinerías participantes recibirían reembolsos en sus envíos de petróleo a cambio de un volumen garantizado (lo que implicaba que las otras tendrían que pagar más por el transporte). Todos (los que formaban parte del pacto) se beneficiarían… La furia se desató. Hubo disturbios en los campos petrolíferos, miles de personas enardecidas se tomaron la Ópera de Titusville, saboteadores asaltaron envíos de Standard Oil y destruyeron vías de ferrocarril, los tachados de traidores fueron asaltados por las turbas y golpeados, Rockefeller fue amenazado.

los pocos meses de fundada, el estado de Pensilvania revocó el estatuto de la Compañía de Mejoramiento del Sur. Pero Rockefeller no estaba derrotado.

La masacre
Tenía un plan. Se acercó a todos y cada uno de sus competidores y les recordó que había demasiadas refinerías y muchas estaban perdiendo dinero; les señaló que, a pesar de todo, Standard Oil tenía el poder y la influencia para lograr tarifas de trasporte más favorables y les subrayó que era una compañía estable y pujante.
Tras mostrarles los libros con las ganancias y reservas de la compañía, dejándolos impresionados, les hacía una oferta tentadora: que le vendieran su refinería a cambio de acciones en Standard Oil, asegurándoles que así sus familias “nunca sabrían lo que es la necesidad”.

La decisión era de ellos: podían aceptarla o intentar competir con su conglomerado y arriesgarse a la ruina. La mayoría -22 de sus 26 competidores en Cleveland- optó por vender, y efectivamente les fue muy bien económicamente.
Pero otros, como Frank Tarbell, se aferraron a su independencia. Su socio, “arruinado por la compleja situación” se suicidó, y la casa de la familia Tarbell tuvo que ser hipotecada para enfrentar las deudas de la empresa. Rockefeller haría después lo mismo en Pittsburgh, Filadelfia, Baltimore, Nueva York y otros centros de refinación. A principios de la década de 1880, las guerras del petróleo habían pasado y la mayoría de los independientes habían quebrado o vendido a Rockefeller. Ida Tarbell quedó devastada por el “odio, la sospecha y el miedo que envolvió a la comunidad” tras el episodio.