Un parásito que se impuso a zombies y ciudades fantasma

La conocí en la ópera. Tiene un cuerpo esbelto, rostro afilado y el cabello rubio. Lo ata, aunque gusta dejar caer unos rizos sobre su frente. Es valiente y hermosa, pero aún no les hablo de su característica más bella: sus ojos.
Aya Brea. Así se llama. Trabaja como policía en Nueva York. Supe de ella a finales de los 90s, cuando los zombies y las colinas silenciosas ocupaban todas las miradas de los videojugadores de la ciudad.
Estaba en el aparador de la tienda. Me miraba fijamente… y yo a ella.
«Parasite Eve», decía en un diseño elegante con letras grisáceas. Mientras, en el extremo inferior derecho de la caja se leía la palabra Squaresoft.
«Tiene qué ser buenísimo: es de los mismos de Chrono Trigger», pensé. Ya estaba decidiéndome por la guapísima protagonista en la portada, pero la desarrolladora disipó todo atisbo de incertidumbre: saqué valientemente los 350 pesos que tenía y los ofrecí.
«Este no está tan bueno como Resident Evil, pero pues igual sí hay quien se lo lleva», me dijo el tipo de la tienda, animándome a tomar el tercero de la saga de Biohazard en lugar del que ya tenía en la mira. «No. Quiero Parasite Eve». Y allí nació el romance.
Controlar a Aya Brea en un RPG (Rol Playing Game) que mezcla la acción y la estrategia con tan buena dosis de terror, me hizo felicitarme por la elección. El parásito Eva es tu enemigo, y como tal debes cazarlo por toda la ciudad.
Pero antes infectará a cualquier especie que se cruce en su camino para hacerla pelear en tu contra. Humanos, ratas, perros, cocodrilos… incluso los huesos de un fósil de tiranosaurio rex mutarán de forma horrenda y tendrás qué eliminarlos.
No hay voces: cierto. Los gráficos son horribles (salvo las secuencias de video, que estuvieron siempre al nivel de cualquier vaca sagrada de la época): también es cierto. Pero Parasite Eve despide un atractivo que rebasa, por mucho, al de su protagonista: su modo de juego. Antes del nuevo milenio, los RPG se circunscribían a apretar un botón para atacar/cubrirte/usar magia/huír, en tanto que el enemigo te golpearía, sin duda, salvo que en los algoritmos de la batalla se definiera un golpe fallido del rival (lo cual, sobra decir, casi nunca sucederá).
Pero Aya cambió esa lógica. Aún mejor: impuso una propia que resultó por demás fresca y adictiva.
Armada con una pistola, la protagonista hace frente a su primera monstruosidad: una rata mutante, y correrá alrededor de ella para evadir sus golpes. Cuando su medidor de ataque esté lleno podrá abrir fuego y acabar con el roedor. Los puntos de experiencia se sumarán y eventualmente alcanzarás un nuevo nivel: ¡Tal como en los RPGs ordinarios!
La historia está fumada, pero de ninguna manera es mala: en ella te encuentras al estereotípico partner policíaco afroamericano y bonachón, y al hombre de ciencia que además es japonés. Ambos juegan un papel relevante en el desarrollo del juego, pero la interacción de más interés está con Eva: el parásito sexy con quien estableces un vínculo adicional al del deber, por sentirte moralmente responsable de detenerla luego de enlistarte en el New York Police Department.
«Los humanos en esencia también son parásitos», nos dice Kunihiko Maeda, el científico del que hablé párrafos arriba, y quien nos ayuda a comprender un poco más del papel fundamental que juegan las mitocondrias en esta aventura trasladada a los videojuegos, andanza que a su vez está inspirada en un libro homónimo, autoría del nipón Hideaki Sena.
La duración del juego es amplia y el reto para terminarlo no es menor. Pelearás con mutaciones por demás complicadas y ganarás experiencia, armas nuevas y habilidades que inclinarán la balanza a tu favor en el desarrollo de las batallas… si las usas de manera correcta. En suma: mi ya lejano idilio con Parasite Eve dejó muchas más satisfacciones que las de prestar atención a los golpes que, por inexpertiz, permití asestaran a la agente Brea, quien enfrentó sola a hordas de enemigos mortales usando solamente pólvora. Y de paso aprendí sobre las funciones de las mitocondrias, esos órganos celulares que seguro figuraron en algún examen de secundaria que reprobé, y que los videojuegos vinieron a enseñarme.