“Tragédie”: el desnudo escénico como fuente lírica

Olivier Dubois trae a Madrid por segunda vez una tercera versión de su montaje de más éxito y reconocimiento internacionales

Hacia el muladar. Ya son almas, no son cuerpos los que vemos cuando empieza Tragédie; la premisa es épica, muy de aire clásico.

El escenario es un limbo, transitorio, especulativo, abisal. 16 artistas, bailarines a todos los efectos, evolucionan en un magma de luz blanca ya en sí mismo, implacable.

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Hay reglas y hay ritual, pero, sobre todo, hay entrega, enlaces respiratorios a Tánatos y a Dionisos.

El muladar es el sitio de la desesperanza, del que no se regresa.

No se trata siempre de expiación, sido de reposo definitivo y casi anónimo de los guerreros; un Hades contemporáneo con su pálpito de rara y absorbente belleza fuera de canon.

Tragédie se acaba al menos tres veces en la última media hora de espectáculo (al que sobran unos 15 o 20 minutos de metraje por reiterativos).

Hay tres finales sucesivos mejores que el definitivo escogido, que resulta algo redentorista y no concluyente.

Es una falta menor, se perdona ante el peso casi moral del resto de los materiales.

¿Un canto al cuerpo como escultura viviente, como arte trascendente? Puede pensarse.

¿Una idea de derrota del individuo frente a tanta monstruosidad elaborada por nosotros mismos? Ya nos lo anticipó Lucrecio en De rerum natura: “Los cuerpos crecen y se sustentan de la tierra”.

En cuanto a estilo, cierta relajación heterodoxa no persigue imbricar tendencia, sino afianzar el tono de desafío.

La belleza no es un hecho, sino una percepción; al percibir algo, creamos y definimos, categorizamos.

Así se expresaba más o menos, en una dubitativa etapa de transición, el gran Winkelmann (atormentado ya quizás por un destello de afectación prerromántica); inmediatamente después escribía su todavía hoy básico Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas, donde tocó reiteradamente y desde varios ángulos el tema del desnudo y su prosecución en las artes.

El desnudo nunca ha pasado de moda (porque no es una moda, aunque a veces lo trufa el oportunismo y el esnobismo), es una constante en la representación artística, tanto en la escultura y la pintura como en las llamadas artes vivas (el teatro, la danza, el ballet).

Cuando el trapecista Jules Léotard (1830-1870) pidió a una costurera del circo que le cosiera en el cuerpo los restos de una capa de muselina de su mujer, estaba inventado el leotardo y después de expresar que su propósito era dar la ilusión del desnudo a través de aquella segunda piel textil, sentenció: “Algún día los artistas volveremos a no llevar nada”; había un antecedente: las creaciones del famoso Monsieur Maillot, un sastre de la Ópera de París en el siglo XVIII y a quien debemos el artilugio de medias del mismo nombre para hombres y mujeres que quieren eso, atraer la idea de las líneas puras del cuerpo: el maillot no debe verse, vemos las formas contenidas en él que embelesan, quietas o móviles.

Léotard tenía razón, con Olivier Dubois (Colmar, Francia, 50 años) parece culminarse su idea, en el siglo XXI.

Más de dos siglos después esa lucha está viva y atiza los discursos teatrales.

El Divino Vestris soñaba con un Apolo desnudo, sabía que su destino era ser contemplado, la tropa de Dubois, igual.

En tiempos modernos, actuales, hay que citar al menos tres piezas que están presentes en la síntesis de Dubois:

Mutations (NDT, 1970, de Hans van Manen y Glen Tetley); El triunfo de la Muerte (Real Ballet Danés, 1970, Flemming Flindt) y Babel Babel (1982, de Maguy Marin).

En París y en 1979, Carolyn Carlson también bailó desnuda en su pieza Writings in the Wall, con un antecedente glorioso: la ballerina proto-vanguardista Adorée Villany que ya en 1913 dijo: “Cuando me quito el vestido es para desnudar mi alma”, y la hicieron pagar una multa de 200 francos; ella se volvió a encuerar en cuanto pudo, y de paso, se hizo fotografiar. Más multas.

Hay una bibliografía no muy numerosa, pero de obligada consulta sobre el desnudo en la danza, algo que puede ampliarse si se estudia en serio, al teatro en general y al teatro musical en su especificidad.

Y aquí entran las leyendas, los hitos, los iconos atenidos a esta circunstancia, que abundan desde el siglo XVIII.
En algunos momentos, el tema fue fascinante.

El desnudo bailable llega a no importar en sí mismo, su simbología se desvanece en su plástica, que prevalece como vehículo estético. A Dubois le han allanado el terreno (también Béjart, Spoerli, Van Danzig, Neumeier y Min Tanaka) con altura y gran riqueza de invención coreográfica. Y claro que está de manera elocuente y positiva la traza de Jan Fabre, y de Preljocaj.

El revulsivo, también en Tragèdie, no está en la exposición de la carne bella, fatigada, mortal o dinámica, sino en su viaje. La danza exalta esa dimensión. La muy irregular formación de Dubois (que empezó a proponerse bailar tardíamente a los 23 años), es hábilmente sustituida por su arrojo, y a veces se cuelan fisuras en la estructura coréutica con transiciones bruscas y la falta de fluidez en los tratamientos individuales. Sólo hay cinco artistas originales; ahora los hay muy jóvenes y enérgicos, pero necesitados de interiorización. No es el desparpajo, como podría creerse, lo que alimenta esta tropa de índole paroxismal, sino casi lo contrario, algo descarnadamente solmene. Puede hablarse de liturgia pagana anclada a la modernidad.

Tragédie no es en lo absoluto “estreno en España”; esta misma obra estuvo en el mismo escenario de Teatros del Canal, en el festival Madrid en Danza de 2015 en una producción, algo diferente en lo numérico, del Ballet du Nort: las promociones comerciales nos intentan hacer comulgar con ruedas de molino. ¿Qué ánimo de posverdad anima este negociado? ¿Por qué hay que ocultar deliberadamente al público cosas así?

Este es un buen espectáculo, seriamente concebido. Una vez que se analiza en conjunto su evolución desde Aviñón, al Ballet du Nord y ahora a esta versión ampliada; sustancialmente es el mismo espectáculo. Hay densidad, drama contenido, nada de humor y un progresivo tipo de seducción pasiva del espectador. Se envuelve al auditorio en una banda sonora que puede ser el hilo musical de un desolladero. Y funciona en su agresividad machacona, alevosa y hasta discotequera por momentos. La plástica bascula desde el deambular rítmico, de conteo métrico del fraseo en la primera media hora, a ciertos desboques emocionales al final, como ilustrando a Lucrecio: ese tremar de los cuerpos, violento y haciendo del cimbreo un discurso de lírica apretada e intensa.

La sala roja no estaba llena, y abandonaron la función unas pocas personas, eso que tanto placer da al coreógrafo, y él mismo reconoce; al final, el público aplaudió generosa y largamente a toda la plantilla.