Las peroratas encaminadas a pleitos de callejón han abaratado la política.
El peculiar régimen instaurado por el titular del Poder Ejecutivo, ha impuesto un sistema de intolerancia a la crítica, donde es sabido que le resulta francamente molesto, reaccionando de una forma amenazante cada vez que lo cuestionan al respecto, a grado tal, que inclusive los viernes en las mañaneras ha instaurado la sección de las mentiras, aprovechando el espacio para descalificar a sus críticos.
Ese delirio de persecución aunado a una serie de pifias, mentiras y ataques personales contra quienes considera sus detractores, han provocado animadversión y acidez de ambas partes, ocasionando un ambiente de polarización y confrontación, máxime que él único personaje que lleva la voz cantante en representación del Gobierno Federal, es el propio Presidente, que ha realizado un excesivo uso de la verborrea, convirtiéndose en vocero exclusivo multitemático de todo lo que acontece.
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Por lo regular, la figura presidencial lleva consigo un inmerso concepto que convoca a la unidad nacional, es una institución de la más alta trascendencia en el país que inspira respeto, además se presume que concentra los valores cívicos nacionales y, por ende, el fruto de nuestra identidad, que deben ser reflejados con el ejemplo de su titular.
Sin embargo, en la realidad se percibe lo contrario, las peroratas encaminadas a pleitos de callejón han abaratado la política y disminuido la institución presidencial. Sin justificar los errores o excesos cometidos en otros sexenios, el actual ha rebasado los límites que requiere la sobriedad del cargo.
La impresión que dejan sus cotidianos mensajes no es otra cosa sino un llamado a sus simpatizantes para que se rebelen en contra de quienes considera sus enemigos, construye un discurso invitando a la fragmentación social entre buenos y malos, con fuertes dosis de animar rencores, lucha de clases y procurar venganzas.
Hace algunos cientos de años, Hobbes en su obra Leviathan, que habla precisamente del lenguaje como medio para dominar a los pueblos, de manera lapidaria en uno de sus capítulos dice: “ la ignorancia de la significación de las palabras, es decir, la falta de comprensión dispone a los hombres no sólo a aceptar, confiados la verdad que no conocen, sino también a las insensateces de aquellos en quienes se confía…”
Aunque se niegue, existe una espesa capa de niebla que se cierne sobre todo el país, que impide ver con claridad un destino a puerto seguro, la cuestión es que todos vamos en el mismo barco y, el timonel sigue el camino a la tormenta, obsesionado, sin escuchar a nadie, continua pensando que es la dirección correcta.
¿Cómo hacer que un hombre hable menos y escuche más?; ¿Qué se necesita para que lleve a cabo un proceso de autocrítica?; ¿Dónde está la humildad republicana?
En fin, cada uno es artífice de su propio destino y, al mal tiempo, buena cara.