Emmanuel en la memoria

Nos encontramos en La Habana. Habíamos estado en la Casa de las Américas con uno de sus funcionarios, el poeta Roberto Fernández Retamar, donde Emmanuel Carballo y su anfitrión se dieron gusto hablando de literatura contemporánea, de los escritos del naciente boom latinoamericano y entre bromas y en serio, el mexicano le deslizaba al funcionario su desacuerdo con la censura a obras que ya entonces pertenecían al ingenio universal.
Carballo presidía la Sociedad Mexicana de Amistad con Cuba, grupo que encabezaba con media decena de personas que lo mismo organizaban conferencias de tipo cultural que festivales de canto, poesía o mesas de discusión sobre los polémicos temas del naciente gobierno socialista de los barbudos.
La mitad de los participantes en esa sociedad eran, como decía el periodista chileno Sergio Pineda, de gente que “está con la Revolución (cubana) pero nunca gratis”. El resto lo conformaba esa masa extraña de peticionarios que se acercaba a las oficinas de la agencia de noticias Prensa Latina, donde yo laboraba, para intentar que le extendieran una invitación para visitar la isla, o al menos les facilitara el trámite de la visa, tareas para las que no estaba habilitado, desde luego.
Ese día nos invitaron a la casa de un alto funcionario del área cultural. Fuimos desde el hotel Habana Libre hasta un agradable departamento en Vedado, donde nos esperaban un buen número de invitados. Entre ellos, el poeta salvadoreño Roque Dalton, quien había pasado un largo exilio en México, ya para entonces estaba bastante más que alegre, dicharachero y, sin mediar causa alguna, agresivo con los recién llegados.
Dalton, como se sabe, fue asesinado en un oscuro episodio por sus compañeros del ERP, en El Salvador, decisión adoptada por la dirigencia guerrillera en la que estaba Felipe Villalobos, asesor de Seguridad de Felipe Calderón Hinojosa.
El ex dirigente rebelde salvadoreño en sucesivas entrevistas, una de ellas publicada en México, admitió haber sido uno de los asesinos de Roque, junto con un grupúsculo conformado por jóvenes de extracción adinerada que jugaban a los insurgentes. Ninguno fue procesado y aunque se conocen los nombres de los criminales, no sólo disfrutan de su libertad, sino que tienen cargos públicos importantes en su país.
En la reunión, en la que se habló de todo y de nada, hubo un momento en que Dalton se convirtió en el centro de la atención. Agresivo, empezó a imitar el habla de Cantinflas cada vez que se dirigía a Emmanuel o a mí, luego con sucesivas ofensas se refirió al gobierno mexicano; Carballo le recordó que gracias a ese gobierno había salido de su país, El Salvador, y había encontrado seguridad para él y para los suyos.
Siguió hasta el límite del aguante de Emmanuel que en un momento dado me sugirió que nos fuésemos al hotel, lo que hicimos de inmediato. Pese a lo incómodo del momento, el mexicano no perdió la compostura, el gesto firme y la sonrisa con el comentario apropiado. Nadie, aparte de Emmanuel, intentó impedir las burlas y las ofensas del poeta salvadoreño.
Tuvimos otras actividades, pero ya no compartidas porque yo tenía que trabajar en la agencia, mientras él se dedicaba a establecer contactos con el mundo de las letras. Nos volvimos a ver en México, donde nos reuníamos un par de veces por semana, en su casa o en la nuestra, de Magdalena y mía.
Si la reunión era en casa de Carballo, en la mesa de centro de la sala se colocaba un gran recipiente de vidrio repleto de cubos de hielo, los que con la mano vertíamos en los vasos chaparros, anchos, donde también poníamos un buen chorro de ron. Si la reunión era en mi casa, el rito era parecido, pero con ron cubano de siete años, cortesía de la agencia.
La charla se alargaba hasta entrada la madrugada, pero eran pláticas instructivas, al menos para mí, en las que el tema central era, siempre, la literatura en América Latina. Con la queja permanente de la ausencia de escritores en las ediciones cubanas como Borges y Mario Vargas Llosa, quien luego de recibir el premio Casa de las Américas, se lanzó en duras críticas contra el gobierno castrista.
Mientras esperaba en su oficina de la editorial Diógenes a Emmanuel, allá por Insurgentes Sur, lo visitó Gabriel García Márquez que iba acompañado por su esposa, Mercedes. Tras las presentaciones, aunque ya conocía a García Márquez, el colombiano decidió darle lata a Emmanuel. Dirigiéndose a mí, me platicó que cuando le mostró el manuscrito original de Cien Años de Soledad con la pretensión de que lo editara, Carballo lo leyó y sentenció: “¡Gabriel, esto no hay Dios que lo entienda!”.
El editor se defendió. Le recordó que no había querido lanzarlo comercialmente porque su editorial era pequeña, de distribución limitada y la obra era magistral, merecía una difusión amplia, fuera de fronteras. Al terminar la visita, García Márquez admitió que en efecto Emmanuel tuvo la decencia de no aprovecharse del que sin duda iba a ser el éxito editorial del año.
Entiendo que un original de la obra quedó en manos de Carballo quien ayudó a puntear, esto es, a hacer precisiones ortográficas y de estilo.
Muchas anécdotas más pueden contarse de un hombre que nunca tuvo empacho en criticar a los santones de las letras mexicanas. Aquellos a los que se perdonaron hasta sus devaneos con el poder, o el franco desprecio por la cultura popular, por la falta de lecturas de un pueblo que no cuenta con suficientes bibliotecas y mucho menos estímulos para la lectura.