Terremoto de Lisboa de 1755 cambió la historia y enfrentó a la Inquisición con Rousseau, Voltaire y Kant

El terremoto fue seguido por un maremoto y un incendio. Las réplicas se sintieron muchas semanas después

«Nunca se vio una mañana más hermosa que la del 1 de noviembre», escribió el reverendo Charles Davy en 1755, uno de los muchos extranjeros que vivían en Lisboa.

«Era una metrópoli, la capital de un imperio colonial mundial que se extendía a África -con Angola, Mozambique y Cabo Verde-, Asia -con Goa y Macao- y, por supuesto, a América Latina, con Brasil», señaló Vic Echegoyen, autora de la novela histórica «Resurrecta».

«Portugal era un reino muy, muy rico gracias a las riquezas de esas colonias», agregó la escritora en conversación con BBC Reel.

«Lisboa era un espectáculo muy llamativo para quienes la visitaban por primera vez», le dijo a BBC Witness Edward Paice, autor de «La ira de Dios: el gran terremoto de Lisboa».

«Había monasterios tremendos y palacios a gran escala. Su arquitectura había sido fuertemente influenciada por el este y también por la arquitectura islámica».

«El sol brillaba en todo su esplendor», siguió relatando el reverendo Davy.

«Toda la faz del cielo estaba perfectamente serena y clara; y no había la menor señal de advertencia de ese evento que se avecinaba, que ha convertido a esta ciudad, una vez floreciente, opulenta y populosa, en un escenario del mayor horror y desolación».

Fue uno de los desastres naturales más mortíferos que el mundo haya visto jamás. Decenas de miles de personas murieron. Lisboa fue destruida, pero de las cenizas surgió algo increíble: una nueva forma de pensar y una nueva ciencia.

El horror
Era el Día de Todos los Santos y, a eso de las 9:30 de la mañana, muchos de los piadosos residentes de la ciudad estaban en las iglesias. De repente, se empezó a oir lo que varios testigos presenciales, incluido el reverendo Davy, creyeron era el traqueteo de muchos carruajes.

«Pronto me desengañé, ya que descubrí que se debía a un tipo de ruido extraño y espantoso bajo tierra, parecido al estruendo lejano y hueco de un trueno».

Lo que los sacudia era un megaterremoto que se sintió en gran parte de Europa occidental y la costa noroeste de África.

«Sigue siendo uno de los más grandes sismos jamás registrados. Hubo tres temblores en total y el segundo fue sin duda el más grande. Posteriormente se ha evaluado entre 8,5 y 9 en la escala de Richter», precisó Paice.

Los sobrevivientes del primer temblor buscaron seguridad en una enorme plaza abierta junto al río Tajo, entre ellos el señor Braddick, un comerciante inglés.

«Allí encontré una prodigiosa concurrencia de personas de ambos sexos y de todos los rangos y condiciones, entre los cuales observé algunos de los principales cánones de la iglesia patriarcal con sus túnicas púrpuras y rojizas, varios sacerdotes que habían huido del altar con sus vestiduras sacras en medio de su misa de celebración, señoras medio vestidas y otras sin zapatos… todos de rodillas con los terrores de la muerte en sus semblantes, gritando incesantemente ‘¡misericordiam meo Deus!’.

«En medio de la devoción, vino el segundo gran sacudón y completó la ruina de aquellos edificios que ya habían sido muy destrozados».

Más horror estaba por venir: el terremoto desató un tsunami en el Atlántico que luego se abrió camino río arriba.

«Entró con espuma, rugiendo y se precipitó hacia la orilla con tal energía que corrimos de inmediato para salvar nuestras vidas tan rápido como pudimos», escribió el reverendo Davy.

«Quizás piense que este lúgubre suceso termina aquí pero, ¡qué va! los horrores del 1 de noviembre son suficientes para llenar un volumen.

«Apenas oscureció, toda la ciudad pareció resplandecer, con una luz tan brillante que se podía leer en ella. Se podría decir sin exageración, que había incendios en al menos cien lugares a la vez y así continuó durante seis días, sin interrupción».

Para la celebración religiosa, se habían encendido todas las velas de las iglesias y catedrales, que al caerse multiplicaron sus llamas.

«No hay palabras para expresar el horror», escribió otro testigo. «Tal situación no es fácil de imaginar por los que no la han sentido, ni de describir por los que la han sentido.

«Dios quiera que nunca llegues a tener una idea precisa de ella, pues sólo se puede tener mediante la experiencia».

Nueva forma de pensar
La noticia del desastre en una ciudad tan importante como Lisboa se extendió rápidamente. «Fue la primera catástrofe mediática mundial que atrajo la atención de todas las gacetas, periódicos y viajeros de toda Europa», señaló Echegoyen.

Y despertó mucho más que alarma. Las replicas del terremoto agitaron el pensamiento de la época. La Iglesia y sus seguidores buscaron culpables.

«Pasado el terremoto que habia destruido las tres quartas partes de Lisboa, el mas eficaz medio que se le ocurrió a los sabios del país para precaver una total ruina, fue la fiesta de un soberbio auto de fe, habiendo decidido la universidad de Coïmbra que el espectáculo de unas cuantas personas quemadas a fuego lento con toda solemnidad es infalible secreto para impedir los temblores de Tierra», escribiría Voltaire en su controvertido cuento filosófico «Cándido» (1759).

Mientras la Inquisición hacía lo suyo, las grandes mentes de la época, muchas de las cuales empezaban a mirar el mundo de una manera nueva, aquellos que ahora asociamos con la Era de la Ilustración, reflexionaban.

Emanuel Kant publicó tres textos separados sobre el desastre, convirtiéndose en uno de los primeros pensadores en intentar explicar los terremotos por causas naturales, en lugar de sobrenaturales. Y Voltaire y Jean-Jacques Rousseau tuvieron un famoso intercambio de ideas.

La catástrofe había desafiado el optimismo de la era de la Ilustración articulado por el polimata alemán Gottfried Leibniz y el poeta inglés Alexander Pope, quienes resolvieron el problema tradicional del mal al afirmar que la bondad de Dios había asegurado la de la Creación en general, lo que implicaba que cualquier apariencia del mal era sólo eso, apariencia, producto de la incapacidad de los humanos para comprender su función dentro del todo.

«La filosofía dominante dictaba que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, que incluso en estos desastres había una providencia divina, que dios estaba trabajando en algún plan y que no era nuestro lugar cuestionar», explicó Paice.

«Voltaire ya era crítico de la interpretación teológica de la naturaleza, y muchas de sus obras ironisaban esa idea de que Dios gobernaba de alguna forma todos los asuntos humanos», le dijo a BBC Reel el historiador André Canhoto Costa.

Y, agregó Paice, pocas semanas después del terremoto, «en su ‘Poema sobre el desastre de Lisboa’ disparó la primera salva en lo que iba a ser uno de los principales debates filosóficos de la historia, cuestionando al Dios que podía ver cualquier bien en algo tan horrible como lo ocurrido».