25 años tras la brújula perdida

El PRD cumple 25 años y sigue con problemas para encontrar una brújula que lo lleve a la construcción de una izquierda moderna, con presencia nacional, que sea necesario contrapeso político y social, y que tenga posibilidades reales de acceder al poder federal con un programa viable.
Parte de sus problemas son de origen. La fusión de expriistas y de militantes de muy diversas corrientes de izquierda socialista no fue sencilla, y se resolvió de una manera poco democrática en lo político y empobrecedora en lo programático.
En lo político, el alegre sometimiento a un liderazgo unipersonal, que privó al partido, en sus primeros años —“infancia es destino”, dicen— de la necesaria molestia de ir digiriendo las diferencias políticas internas de manera institucional. A continuación, la división en corrientes —o “tribus”— que durante mucho tiempo fueron tan irreconciliables entre sí como difíciles de distinguir para un ojo externo. Luego, manejos sucios, agrias discusiones y acusaciones de fraude después de casi cada contienda interna. Después, la sustitución, con no pocos rasgos de violencia verbal y purgas incluidas, de Cárdenas, el líder moral, por un caudillo iluminado, Andrés Manuel López Obrador. Al final, la salida de AMLO en pos de un nuevo partido —una suerte de ruptura de terciopelo—, la existencia de quintacolumnistas y la persistencia de las tribus.
Con todo, el PRD se las ha arreglado no sólo para evitar escisiones clamorosas, sino también para convertirse en opción real de gobierno en varias entidades del país, y ha hecho su bastión en la principal ciudad de la República. La capital ha sido gobernada por el partido del sol azteca de manera ininterrumpida desde hace casi 17 años.
En lo programático es donde más severos han sido los costos de la unidad entre entidades políticas de orígenes muy distintos, de la poca voluntad para manejarlas a partir de las ideas y proyectos (y no de los personajes o clientelas) y de la existencia, en la mayor parte de la vida del partido, de liderazgos de corte caudillista.
El nacimiento del PRD coincidió, a grandes rasgos, con el desplome de los países del socialismo real y con la crisis final del Estado de bienestar en los países occidentales. El marxismo y la versión nacional-revolucionaria del keynesianismo eran las fuentes ideológicas principales de los grupos que formaron el partido. No ha habido un esfuerzo de parte de sus dirigencias —con todo y que ha simpatizado con el PRD una buena parte de la intelectualidad— por intentar poner al día el programa. Mientras los referentes socialistas se desdibujaron, los nacional-revolucionarios se fueron convirtiendo en una serie de propuestas generales, cada vez más atentas a buscar los aplausos del público cautivo (o de las clientelas) y cada vez menos interesadas en hacer, de manera integral, una propuesta viable de nación, con ejes de desarrollo distintos a los planteados por el PRI o por el PAN.
Esta situación llegó a su extremo durante la dirigencia y el maximato de López Obrador. El partido se rindió a sus puntos de vista personales y hasta a sus ocurrencias. Fue un retroceso notable: el PRD tiró por la borda la idea de que la gente se organizara para defender sus derechos y buscar un país más justo, y se abrazó a las promesas casi mágicas, las cuentas del gran capitán con las finanzas y, sobre todo, al concepto del buen papá-gobierno, repartidor de beneficencias a sus hijos, que ya no son ciudadanos, sino meros recipiendarios. Se acabaron las clases sociales y llegó “el pueblo bueno”.
Detrás de este deterioro ideológico, el deseo de negarlo todo a los adversarios políticos. La ceguera ante los cambios que ha vivido la nación se convierte en una visión cíclica de la historia (México nunca avanza: da vueltas para caer en el mismo, terrible lugar) que deviene fácilmente en pesimismo respecto al futuro, en inmovilidad. Así se puede proponer una refundación nacional o, peor aún, el regreso a los setenta. Súmese a esto la propagación persistente de esa imagen de autoconmiseración, de que todo en México está peor, que ha sido uno de los grilletes más pesados en nuestra inevitable marcha hacia el futuro.
La salida de AMLO y de su comunidad de la fe es un riesgo para el PRD, por lo que significa en números, pero es también una gran oportunidad para renovarse, y pensar en otros métodos de organización interna y, sobre todo, de programa y de relaciones políticas con el gobierno, con los otros partidos y con la sociedad. La pregunta que muchos nos hacemos es si será capaz de hacerlo, si los lastres que lo atan a su pasado reciente pueden ser usados, al menos, para equilibrar el bote. Si es capaz de irse transformando en lo que uno de sus fundadores —Eduardo González Ramírez, fallecido prematuramente poco después del nacimiento del PRD— definía como “un partido pensante”, en vez de ser un partido atado a las personalidades.Hace 25 años, las ideas de la izquierda estaban de capa caída y se preveía una larga etapa de crecimiento con desigualdad en un mundo unipolar. A una generación de distancia, vimos que el crecimiento fue de corto plazo, que la desigualdad aumenta, que no hay unipolaridad. Que la derecha falló y que tampoco hay respuestas efectivas desde el flanco izquierdo. La pregunta en el PRD es si habrá quienes tomen la estafeta para intentar dar esas respuestas, en el contexto nacional, o si todo se resolverá en la eterna pugna por posiciones —y la posterior genuflexión ante el caudillo— que tan magros resultados les ha dado hasta ahora.