A mediados de la Revolución Mexicana, San Luis Potosí fue escenario de levas forzosas, redadas nocturnas y la codicia de generales que mezclaban la pólvora con el oro. Entre ellos, el Compadre Urbina dejó un rastro de sangre, riqueza y secretos que sólo Petronilo Rojas, su leal sargento, pudo guardar.

San Luis Potosí, 1908. La noche se interrumpía con clarines estridentes y tambores resonantes que anunciaban la hora de dormir y despertar de los hombres obligados a engrosar las filas del 5º Batallón. Las redadas no tenían piedad: pulquerías y arrabales eran saqueadas con el pretexto de “expurgar a vagos y borrachos”. Los hombres eran llevados a rastras, mancornados o en racimos, mientras los resistentes recibían generosas rachas de cintarazos. Mujeres y familiares observaban, entre gritos y sollozos, cómo sus hombres eran arrancados de la cotidianidad, rumbo a un destino incierto.
Fue en ese contexto que Petronilo Rojas, carbonero de oficio y conocedor de la Sierra de San Miguelito, cayó en la leva. Tras recorrer durante años los cerros, cañones y arroyos de la región, su vida cotidiana de carbón y pulque quedó interrumpida por la violencia militar. Petronilo, galante y repompeado, vestía su uniforme de recluta y marchaba, sin alternativa, hacia Guadalajara. En su camino, cada refriega y combate le dejó cicatrices que se convirtieron en medallas de sargento.
Al integrarse a los Dorados de Villa bajo la dirección del Compadre Urbina, Petronilo experimentó de primera mano la crueldad y la codicia que caracterizaron a ciertos líderes revolucionarios. Urbina, hombre de temperamento feroz, no sólo gobernaba provisionalmente en San Luis, sino que aprovechaba el caos para apropiarse de riquezas de quienes no alcanzaron a huir. La cifra de sus botines alcanzaba millones en monedas de oro y plata, joyas de todo tipo y objetos de valor incalculable: anillos, aretes, collares de perlas, rubíes cabujones y medallas.
Petronilo fue el custodio de estos tesoros. Por orden expresa de Urbina, enterró morrales y cajas en lugares secretos de la Sierra de San Miguelito, marcando señales discretas y cubriendo las entradas con cascajo y restos de animales para despistar a cualquiera. Para cumplir la misión, recibió de las autoridades locales salvoconductos, burros, dinero y provisiones, disfrazando su labor bajo el oficio de carbonero. Durante ocho días recorrió la sierra, colocando cuidadosamente las riquezas, mientras la revolución seguía su curso impetuoso y desordenado.
La lealtad de Petronilo se pondría a prueba cuando los villistas abandonaron San Luis ante la llegada de las fuerzas carrancistas. Capturado sin conocer los movimientos de su brigada, fue acusado de cuatrero y villista. A pesar de los cargos y de la condena al paredón, Petronilo dejó constancia de la ubicación de los tesoros y de su fidelidad a Urbina mediante un relato escrito a fray Bernardino Pérez, de la Orden Franciscana. Allí detallaba, con precisión, dónde había enterrado monedas de oro, joyas y objetos de valor, así como el morral que el general le había confiado.
La correspondencia revela la preocupación de un hombre que sabía que su vida estaba por terminar, pero que deseaba que Urbina supiera que no había traicionado su confianza. “Digo yo que como me van a fusilar quiero que mi General Urbina sepa que no me los robé, porque me los dio a guardar y son de él”, escribió. Incluso dio instrucciones exactas sobre la profundidad del entierro, la ubicación de las estacas y cómo cubrir la mina abandonada para que nadie descubriera el tesoro.
Mientras tanto, la violencia no cesaba. Rodolfo Fierro, a las órdenes de Villa, ejecutó a Urbina durante un encuentro en la hacienda de Las Nieves, marcando el fin del compadrazgo y la alianza militar. Villa, herido en su orgullo por derrotas recientes, dejó atrás la camaradería para imponer justicia a su manera. Petronilo, ajeno a la muerte de Urbina, continuó con la custodia de los tesoros, oculto tras la máscara del humilde carbonero.
El relato de Petronilo no sólo documenta la historia de la Revolución en San Luis Potosí, sino que también revela el carácter legendario que adquirió cada acto de saqueo, lealtad y violencia. Los Dorados de Villa, Urbina y sus órdenes de muerte y saqueo, conforman un paisaje humano donde la lealtad se mide en pólvora y oro, y la traición se paga con sangre. La crónica que dejó el fraile Bernardino Pérez funciona como testimonio único de un mundo en que lo histórico y lo legendario se entrelazan.
El fusilamiento de Petronilo, el 1º de septiembre de 1915, coincidió con el asesinato de Urbina, sellando un capítulo donde la lealtad y la traición se confundían en el mismo acto de guerra. Su historia resuena como advertencia y memoria: los tesoros enterrados en la sierra permanecieron como símbolos de poder, codicia y fidelidad, mientras la Revolución Mexicana seguía escribiendo, a sangre y fuego, la historia del norte y del Bajío.
Hoy, la Sierra de San Miguelito sigue guardando secretos, mientras los relatos de Petronilo y Urbina alimentan la memoria histórica y popular. La crónica que nos legó Rafael Montejano y Aguiñaga, a través de fuentes originales y testimonios de fray Bernardino Pérez, ofrece un testimonio inestimable de cómo la Revolución se vivió desde los caminos polvorientos, las redadas nocturnas, las batallas y, sobre todo, la custodia de tesoros que desafiaban tanto a la muerte como al olvido.
Entre las piedras, los arroyos y los cerros, aún parecen latir las historias de los hombres que marcharon, lucharon y murieron, con la lealtad a sus generales como última fortaleza. Petronilo Rojas, carbonero y custodio de riquezas, representa la intersección entre lo heroico y lo trágico, entre la historia y la leyenda, en un San Luis Potosí que fue escenario de oro, sangre y secretos enterrados para siempre.



