Desde el histórico “Juan” hasta el reciente “Francisco”, el nombre pontificio representa una declaración de principios y una tradición cargada de simbolismo.

El misterio que rodea la elección del próximo pontífice no se limita al nombre del cardenal electo, sino también al nombre papal que adoptará, una antigua tradición que funciona como primera declaración de intenciones. Mañana, 133 cardenales se encerrarán en la Capilla Sixtina para comenzar el cónclave que definirá al sucesor de Francisco, fallecido recientemente.
En cuanto sea elegido, el nuevo papa deberá responder si acepta el cargo y qué nombre desea portar. Desde el balcón de la Basílica de San Pedro, la fórmula “Habemus Papam” revelará al mundo no solo su identidad, sino también el nombre con el que conducirá a la Iglesia Católica.
La costumbre de cambiar de nombre comenzó formalmente en el año 533, cuando Mercurio eligió llamarse Juan II para evitar connotaciones paganas. Desde entonces, nombres como Juan, Gregorio, Benedicto o León han marcado los rumbos del papado. En 2013, Jorge Mario Bergoglio rompió esquemas al adoptar el nombre de Francisco, inspirado en el santo de Asís y los pobres.
Aunque nadie sabe qué nombre escogerá el nuevo papa, ya circulan conjeturas: ¿será Francisco II?, ¿Benedicto XVII? ¿O acaso un nombre inédito? Solo tras la fumata blanca lo sabremos.