Cuatro intervenciones a lo largo del año explorarán el desierto, la memoria y la música experimental en San Luis Potosí.

En el silencio del desierto potosino y el vacío de la pandemia, el compositor y artista sonoro Arturo Fuentes encontró un nuevo lenguaje. Con casi cinco décadas de vida, su trayectoria musical lo ha llevado de las tocadas adolescentes en San Luis Potosí a los escenarios contemporáneos de Europa, pero su esencia creativa, dice, sigue anclada a esa habitación repleta de instrumentos donde todo comenzó.
“Llegamos a San Luis por el trabajo de mi padre, que era arquitecto. Él participó en obras como el Parque Tangamanga. Íbamos a estar aquí un sexenio, pero nos quedamos para siempre”, relata Fuentes. Su voz mezcla nostalgia y claridad mientras rememora aquella infancia marcada por la migración y la sorpresa. “Un día mi papá llegó con una guitarra, batería, bajo y un sintetizador. Los dejó en la casa. Dijo: ‘Alguien los va a tocar’. Y ese alguien fui yo”.
La música llegó sin clases formales. Comenzó tocando por intuición, luego con amigos. Fundaron una banda de rock llamada Ticket, nombre en inglés porque “era la moda”. Tocaban en tardeadas y en los pocos bares que San Luis ofrecía a los jóvenes músicos en los años 80. “Tenía 13 o 14 años. Solo quería tocar. Fue mi escuela. Ahí nació todo”, recuerda.
La pasión fue tan intensa que, tras terminar la secundaria en el Instituto Potosino Marista, Arturo decidió estudiar música profesionalmente. Hizo la preparatoria abierta y se mudó solo a la Ciudad de México para cursar la licenciatura. A los 20 años, ya era un compositor formado. “Quería ser guitarrista, quizás concertista, pero me atrapó la composición”, confiesa.
Después vino Europa: Milán, París, Viena. Diez años inmerso en la creación contemporánea. Estudió con Franco Donatoni, Sandro Gorli, José Manuel López López y Horacio Vaggione. Su obra creció, cruzando géneros y disciplinas: música para cuarteto, orquesta, voz, teatro, y más recientemente, videoarte e instalaciones.
Pero fue la pandemia lo que lo obligó a detenerse. “Venía con un ritmo muy fuerte y decidí parar”, cuenta desde Valencia. Canceló proyectos, se aisló, y dedicó tiempo a escribir cuentos, leer sobre neurociencia y reconectar con lo esencial. “Fue una pausa budista. Hacer menos para hacerlo mejor”. Así nació una etapa de creación desde la introspección y la imagen.
Uno de los proyectos más significativos de esta etapa es Wirikuta, una obra que combina música electrónica, guitarra eléctrica en vivo, diseño sonoro e imágenes del altiplano potosino, para construir una experiencia sensorial que transita entre el rito, la contemplación y la memoria.
Inspirado por los paisajes sagrados de la cosmovisión wixárika (huichol), Fuentes se adentró en el desierto de Wirikuta no solo como territorio físico, sino como símbolo espiritual y fuente creativa. “No quise hacer una obra explicativa o etnográfica. Mi intención fue conectar con lo que el desierto transmite: ese silencio inmenso, esa presencia invisible que todo lo envuelve”, afirma.
La obra no busca representar literalmente los rituales huicholes, sino traducir en arte contemporáneo la atmósfera emocional que ese mundo genera. En lugar de narrar, la pieza sugiere. “Usé grabaciones de campo, sintetizadores, texturas digitales. La guitarra eléctrica funciona como un puente emocional. Es una peregrinación sonora”, explica.
Visualmente, el proyecto integra videoarte que registra paisajes del altiplano, símbolos tradicionales, reflejos de luz y sombra que evocan el misticismo del entorno. Cada función es distinta, ya que la música tiene pasajes de improvisación, y el material visual se adapta a cada espacio escénico. “Es una obra viva, abierta, como el desierto mismo”, sostiene.
Actualmente, Wirikuta se desarrolla dentro de una residencia artística anual en El Atrio del Museo del Virreinato, en San Luis Potosí. A lo largo del año, se presentarán cuatro proyectos distintos que conforman el corazón de esta residencia. El primero, titulado Ruido del desierto: máquinas para escuchar el viento, consiste en la construcción de esculturas sonoras diseñadas específicamente para intervenir el patio central del museo. Algunas de estas piezas incorporarán mecanismos automáticos capaces de generar movimiento o sonido de manera autónoma, mientras que otras estarán concebidas para ser interpretadas en vivo por el propio artista. Posteriormente, las esculturas permanecerán expuestas como piezas interactivas abiertas a la participación del público, en una apuesta por redefinir el espacio patrimonial como un entorno lúdico y sonoro, donde el visitante puede descubrir texturas acústicas y resignificar su relación con la arquitectura virreinal.
En una segunda fase, Fuentes presentará su obra Flores sónicas: partituras gráficas para un ritual secreto, una serie de dibujos realizados al carboncillo que combinan elementos de notación musical con formas abstractas. Estas piezas, que varían en tamaño y complejidad, funcionan como mapas visuales de composiciones sonoras originales. Gracias a un código QR impreso junto a cada obra, los espectadores podrán escuchar desde sus dispositivos móviles la música asociada a cada partitura, haciendo del museo un espacio expandido de lectura y escucha, donde el dibujo se convierte en sonido y la imagen en partitura.
La tercera parte del proyecto es el concierto en vivo Cactus eléctrico: concierto para la visión cósmica, una experiencia performática de una hora en la que la guitarra eléctrica se fusiona con medios electrónicos, imágenes del desierto potosino y referencias a la cosmogonía huichola. La propuesta escénica conjuga elementos rituales y tecnológicos, reivindicando el desierto no sólo como paisaje estático, sino como territorio visionario, origen de formas creativas ligadas al trance, la memoria y la transformación espiritual.
Finalmente, el ciclo incluye la proyección de dos documentales creados por Fuentes bajo el título Wirikuta / Ahualulco: dos espejos del sonido. La primera obra se adentra en la geografía simbólica del desierto sagrado, con registros visuales y sonoros que se alejan de lo etnográfico para explorar una sensibilidad poética y sensorial. La segunda, Retorno a Ahualulco, es un retrato íntimo sobre el compositor Julián Carrillo, originario de ese municipio potosino, donde el sonido se convierte en memoria, y la historia musical se entrelaza con la identidad del territorio. Ambas películas subrayan el interés del artista por trazar vínculos entre música, paisaje y comunidad, proponiendo una narrativa que va de lo biográfico a lo simbólico.
Además de producir, Arturo investiga la relación entre arte y cerebro. “Estoy leyendo sobre sinapsis, creatividad, cómo el arte se conecta con procesos neurológicos. El arte no es solo técnica, es experiencia vivida”, reflexiona. “El error, por ejemplo, en medicina es fatal. En el arte, el error es una joya”.