Figura mística y venerada, Juan del Jarro fue un indigente que combinó sabiduría popular y humildad extrema, ganándose el cariño de los potosinos y un lugar en la leyenda.

En las calles de San Luis Potosí, en el siglo XIX, caminaba un hombre peculiar que, más allá de su apariencia de indigente, ostentaba una sabiduría que lo colocaba como un sabio entre los habitantes de la ciudad. Este hombre, conocido como Juan del Jarro, fue un personaje tan peculiar como fascinante, cuya vida y legado perduran en la memoria colectiva de los potosinos.
Aunque su nombre verdadero era Juan de Dios Azios Ramírez, fue bautizado con el sobrenombre de Juan del Jarro debido al objeto que lo acompañaba constantemente: un jarro de terracota, que nunca dejaba de lado. Según las historias que los potosinos siguen contando, Juan vivió en la pobreza por elección, eligiendo vivir en las calles de la ciudad con una vida austera, sin ambición material, pero con una notable inteligencia.
Una de las características más destacadas de Juan del Jarro fue su desprecio por el mes de julio, que, según las leyendas, era un tiempo que no soportaba. También se decía que se negaba a bañarse y prefería la austeridad más absoluta. Sin embargo, su rechazo más firme fue hacia la riqueza. A pesar de ser un hombre extremadamente inteligente, rechazó ofertas de trabajo que le ofrecieron, incluido un puesto de sacerdote, ya que prefería vivir con humildad y al margen de las riquezas del mundo.
Juan del Jarro ganó el cariño y respeto de los habitantes de San Luis Potosí no solo por su actitud desinteresada, sino también por sus dichos y sabias reflexiones, las cuales se expresaba en forma de refranes y aforismos. Su manera de vivir y de pensar se asemejaba a la de personajes filosóficos como Diógenes el Cínico, quien también renunciaba a las riquezas y vivía según sus principios.
Con el tiempo, la gente comenzó a verlo como un hombre místico y hasta oracular. Se creía que, a través de su jarro de terracota, Juan del Jarro podía ver el futuro, y su sabiduría llegó a considerarse como una forma de predicción.
Una de las historias más famosas que circula sobre él cuenta cómo una mujer de clase alta se acercó a Juan con la intención de ridiculizarlo y le preguntó sobre su futuro esposo. La respuesta de Juan fue asombrosamente acertada: “Te casarás, pero no con el padre del niño que llevas en el vientre”. La mujer, que inicialmente no creyó en las predicciones, tuvo que abandonar la ciudad cuando la verdad de su situación se reveló.
A pesar de su vida humilde, Juan del Jarro se ganó un lugar en el corazón de la gente de San Luis Potosí. Cuando falleció el 8 de noviembre de 1859, las calles de la ciudad se llenaron de personas de todas las clases sociales que acudieron a su funeral para rendirle homenaje. Se dice que esa misma noche, un rumor extraño comenzó a circular: Juan del Jarro había resucitado y salido de su tumba, lo que hizo que su sepulcro se convirtiera en un lugar de peregrinación, especialmente durante las celebraciones de Día de Muertos.
La historia de Juan del Jarro, el sabio loco que vivió sin lujos ni riquezas, continúa siendo una de las leyendas más queridas de San Luis Potosí, un recordatorio de que la verdadera sabiduría y el poder espiritual no se encuentran en lo material, sino en la humildad, la generosidad y la capacidad de ver más allá de lo evidente.
Cierto día del mes de enero, cuando en San Luis Potosí hace un frío intenso, Juan del Jarro llegó hasta la casa de un humilde trabajador, quien al verlo se alegró y le dijo con júbilo:
— ¡Qué te traes por aquí! Pasa a esta tu humilde casa pues como yo, tú también debes tener mucho frío, y no se siente tanto aquí adentro; el fuego está encendido y tengo algo de comer que bien puedo compartirlo contigo.
Juan aceptó la invitación de Anacleto Elizalde y comió con él y su familia compuesta por la esposa y sus dos hijos; durante la comida todos charlaron amigablemente. Cuando terminaron de comer, dijo Juan:
—Cleto, vengo a que me ayudes con algún dinero para que remedie en parte las necesidades de tanto pobre del barrio del Montecillo; aunque donde quiera hay pobres, parece que allí ha sentado sus reales la pobreza.
—Te vienes a burlar de mí o estás de muy buen humor y me quieres hacer reír, aunque ninguna gracia tiene que me pidas ayuda económica conociendo mi extrema pobreza; estoy tan miserable como tus pobres del Montecillo, aun cuando ahora fue buen día porque tuve comida qué compartir contigo.
— Lo sé, —contestó nuestro héroe—, pero dentro de muy pocos días serás más rico que tu patrón, que hoy te tiene trabajando como barrendero, y conste que él tiene la mejor tienda del barrio, además de algunas casas que renta.
—¿Y cómo será que voy a tener tanto dinero?
— No sé la manera, pero tú serás muy rico; para entonces prométeme que me ayudarás.
—Si es como dices, te prometo que te daré la mitad de la gran fortuna que me anuncias.
—No prometas lo que no podrás cumplir, pero sí te pido que me ayudes para mis pobres.
—Te lo prometo Juan, pero te aseguro que me vas a tener sin poder dormir muchos días, pues no veo por qué tendré ese dinero del que me hablas.
Anacleto Elizalde era hijo natural de un hombre muy rico, propietario de una gran hacienda en San Luis Potosí, quien antes de morir había dejado un legado consistente en muchos miles de pesos en oro; dicho hacendado dio la orden de que se buscara a su hijo a quien jamás había vuelto a ver desde que la madre, en un tiempo sirvienta de la casa, había desaparecido con el fruto de su romance. Ya muerto el hacendado, su fiel administrador comisionó a uno de sus confianzas para localizar al hijo de su patrón, a quien una vez identificado como Anacleto Elizalde, le fue entregada la cuantiosa herencia.
Anacleto cumplió la promesa que hizo a Juan del Jarro. Si el barrio del Montecillo se benefició en mucho o en poco, no es el objeto de nuestro relato, sino el puntual cumplimiento de la palabra del profeta de San Luis.
Al buen Juan del Jarro lo asediaban las damas casaderas para hacerle preguntas acerca de su futuro; una vez una bella y distinguida muchacha de la aristocracia potosina, cuyo nombre callo para no inquietar a sus descendientes que aún viven, preguntó al vidente:
—Quiero que me digas si voy a ser casada o me voy a quedar para vestir santos.
—No, bella señora; tú no te quedarás para vestir santos, si con eso te refieres a quedarte soltera toda la vida; tú te casarás, pero aún casada, muchos santos vestirás; mas ten por seguro que tu marido no será el padre del hijo que ya llevas en las entrañas.
Como la pregunta había sido hecha en presencia de numerosas amistades, ya se comprenderá la molestia que causó a toda la concurrencia lo dicho, a grado tal que por algunos años la dama linajuda abandonó la ciudad a la cual regresó, ciertamente casada y con un hijo que no era de su marido. Pasando el tiempo, el hijo de la dama, ya viuda, se ordenó Sacerdote y ella estuvo encargada del guardarropa de la Parroquia del pueblo al cual fue enviado el Sacerdote por el Obispo de la Diócesis para el desempeño de su ministerio. Ella, confeccionaba los vestidos de los santos.
En la ciudad de San Luis Potosí, como también en sus alrededores, especialmente en la zona norte, siempre ha sido notoria la escasez de precipitaciones pluviales, y la falta de presas para contener el poco líquido que cae en épocas de lluvia; la falta de agua ha sido una constante calamidad para la población. Por estas circunstancias, aún ahora no es posible el establecimiento de grandes factorías.
En aquellos remotos tiempos, el preciado líquido llegaba a la ciudad por el rumbo de la Merced, mediante un estrecho acueducto que iba de un bello paraje a unos ocho kilómetros llamado “La Cañada del Lobo”, donde brota un manantial que forma poco más abajo una pequeña laguna azul donde los escolares suelen ir de excursión.
El acueducto, construido de tabique de barro, desciende con suma facilidad, pues empieza su curso desde gran altura; continúa sobre unos pequeños arcos que el pueblo ha dado en llamar “Los Arquitos” y sigue por la lomita hasta llegar a la ciudad, donde por fin el cristalino líquido desemboca en la famosa “Caja del Agua”, obra en cantera rosa de la época colonial construida por un famoso Arquitecto, joya digna de ser admirada.
En aquellos tiempos, San Luis Potosí se reducía como casi todas las provincias de la época, a muy poco territorio; los barrios se encontraban aislados del centro de la ciudad. Santiago y Tlaxcala fueron los primeros lugares habitados y, por tanto, los más populosos.
Después de una sequía de varios años, el ganado habíase diezmado y la gente apenas tenía para beber. Entonces Del Jarro pronosticó que San Luis se acabaría por una inundación. Los incrédulos se rieron.
Sucede que mucho tiempo después, fue construida la “Presa de San José”, hermosa obra orgullo de la ingeniería de la época, adornada en la parte superior por una balaustrada. De la compuerta que casi constantemente está abierta y que desemboca en el canal de distribución, atravesando una serie de escalinatas, el agua brota a raudales y forma una cascada. Al frente de una de las compuertas están grabadas estas palabras: “Dominar las fuerzas naturales es el triunfo del espíritu humano”.
Posteriormente, en una angostura que se encuentra siguiendo el curso del río de Santiago, se construyó una represa que, aun cuando no quedó terminada, sí fue suficiente para contener muchos miles de metros cúbicos de agua.
En una temporada de lluvias septembrinas, la represa no pudo contener la avalancha de agua y ocurrió el trágico suceso: Al sonar las once campanadas de la noche del 15 de septiembre del año de 1933, en los momentos en que el Gobernador daba el tradicional Grito de Independencia, la inundación sorprendió a los habitantes del barrio de Santiago, pues la mayoría estaban dormidos. La represa reventó arrasando el poblado, fueron cientos los muertos entre mujeres, hombres y niños. Luto y desolación embargó a Santiago y a toda la ciudad.
Juan predijo “San Luis acabará por una inundación algún día”.
¡Sería en esa ocasión cuando se cumplió la profecía!
La pintoresca figura del célebre personaje de los tiempos de la Colonia, es parte de la historia potosina. Son famosos los vaticinios que profetizó durante su vida beatífica y piadosa; el superdotado de virtudes que sólo les son dadas a los predestinados.
Sin embargo, llegó el día en que murió. Fue una tarde en que su cuerpo físico dejó de existir; dicen que se vio en el cielo una claridad que despedía reflejos brillantes, cuando se eclipsaba una vida que dejaba detrás una estela de luz, de amor, de bondad; luz que jamás se extinguirá porque la gente lo recordará siempre, tanto que cuando lo fueron a sepultar, el pueblo humilde condujo el cadáver a su última morada terrestre; era una multitud tal, que parecía romería; todos rezaban en voz alta y entonaban cantos religiosos.
Mas su descanso fue breve, porque su cuerpo peregrinó por diversos panteones, pues cuando demolieron el pequeño panteón del barrio del Montecillo, donde primero fue sepultado, algunas damas piadosas trasladaron su cuerpo al panteón del Saucito del cual, por causas desconocidas fue robado, dejando únicamente su calavera, misma que una rica familia potosina depositó en una cripta, a la vista de todo aquel que por ahí pasara.