El kéfir, una leche fermentada como hace 2.000 años, contribuye a nuestra salud y a la diversidad de la microbiota

Imaginemos un gran bosque, frondoso y lleno de diversas especies que conviven en armonía. Para su buen funcionamiento, ese bosque, como cualquier otro organismo natural, requiere de cuidados, alimento y cierto equilibrio.
Si logramos que esté sano, el bienestar del bosque repercutirá en el planeta entero. Ese bosque, en términos del cuerpo humano, es nuestra flora intestinal o microbiota, un ecosistema en el que miles de distintas bacterias beneficiosas se ocupan, entre otras cosas, de metabolizar algunos carbohidratos o de enseñar a nuestro sistema inmunitario para que funcione con más eficacia. Por tanto, si la microbiota está en buena forma, nuestro cuerpo lo notará y lo agradecerá.
La importancia de este poblado bosque –solo en el intestino grueso se pueden concentrar más de mil bacterias por gramo de contenido intestinal– ya se demostró a principios del siglo XX: el premio Nobel de Medicina Élie Metchnikoff constató que una buena parte de las enfermedades tienen su origen en el tracto digestivo y que las defensas inmunitarias reaccionan contra los patógenos que amenazan al organismo.
Mantener activa y sana esta barrera protectora es una de las razones principales por las que conviene cuidar y reforzar la microbiota. Y uno de los alimentos más útiles en este empeño, como ya apuntaba el Nóbel franco-ucraniano, es la leche fermentada o kéfir, que en turco significa sentirse bien.
Lo que se descubrió, y lo que hace tan especial a este alimento, es la gran cantidad de fermentos que contiene, unos microorganismos vivos que enriquecen la microbiota, ese bosque tan necesario del que hablábamos.