El historiador Jean Meyer profundiza en el rol central de la Iglesia ortodoxa en la guerra entre Rusia y Ucrania, destacando cómo la religión ha sido usada como herramienta política y espiritual por ambos países.
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El conflicto entre Rusia y Ucrania ha trascendido más allá de una disputa territorial o geopolítica, alcanzando dimensiones espirituales que han marcado la narrativa de ambas naciones. En su libro Una guerra ortodoxa. Rusia, Ucrania y religión (1988-2024), el historiador Jean Meyer profundiza en el papel fundamental que ha jugado la religión, en particular la Iglesia ortodoxa, en la construcción de identidades nacionales y en la justificación de las acciones militares de Rusia.
Meyer sostiene que, aunque en Occidente la religión puede parecer un factor marginal en los conflictos políticos, en Rusia y Ucrania sigue siendo un componente esencial de la vida cotidiana y de la política nacional. “Para muchos, sobre todo en el mundo occidental, la religión ha dejado de ser un eje fundamental de la política. Sin embargo, en países como Rusia, donde el 80% de la población se considera ortodoxa, la religión sigue siendo la base de la identidad nacional, y no solo una cuestión de fe”, explica el académico.
Desde el siglo XVII, la Iglesia ortodoxa ha estado estrechamente vinculada con el poder político en Rusia. Meyer resalta que, aunque la práctica religiosa era mínima durante la era soviética, la idea de que Rusia es la “tercera Roma” –un concepto originado por el monje Filoteo y defendido por los zares– sigue viva en la política rusa moderna. El presidente Vladimir Putin ha reforzado esta noción, colaborando estrechamente con el patriarca Kirill de la Iglesia ortodoxa rusa, lo que ha resultado en una relación simbiótica entre la Iglesia y el Kremlin. Esta alianza se ha reflejado en la justificación de la invasión de Ucrania como una “guerra santa”, donde la muerte de soldados rusos en combate es vista como un acto de redención espiritual.
Por otro lado, el presidente ucraniano Volodímir Zelenski, a pesar de su ascendencia judía, ha evitado hacer referencia a la religión en el contexto del conflicto, lo que refleja una actitud pragmática frente a la pluralidad religiosa de Ucrania, que alberga una población ortodoxa, católica, protestante y musulmana. Meyer observa que, a pesar de esta diversidad, Ucrania es un país más practicante en términos religiosos que Rusia, y que la evitación de la religión por parte de Zelenski puede ser una estrategia para no avivar la polarización religiosa interna.
La idea de una “guerra santa” ha sido alimentada por la narrativa de Putin y su gobierno, que consideran a Ucrania no como un país soberano, sino como una provincia históricamente rusa. Meyer explica que desde el siglo XVII, cuando Rusia comenzó la conquista de lo que hoy es Ucrania, los rusos han percibido al pueblo ucraniano como parte de su territorio. Esta percepción se ha mantenido durante siglos, incluso después de la Revolución Francesa y la Primera Guerra Mundial, cuando las tierras de Ucrania fueron repartidas entre Rusia, Alemania, Austria y Prusia.
El historiador también señala que la intervención de Donald Trump en el conflicto añade una nueva dimensión política. A pesar de la falta de pruebas contundentes sobre una intervención rusa en las elecciones estadounidenses, Meyer comenta que la relación cercana entre Trump y Putin no es una coincidencia. Según el historiador, Trump, quien se ha definido como un hombre de negocios más que como un político tradicional, tiene intereses estratégicos en Ucrania, especialmente en los recursos minerales como el litio, tungsteno y níquel, lo que complica aún más la posibilidad de una solución pacífica al conflicto.
Meyer también señala que Europa está acelerando la inclusión de Ucrania en la Unión Europea como una respuesta a las presiones externas de Rusia y las ambiciones de Trump. En este contexto, tanto Putin como Trump coinciden en su rechazo a la diversidad cultural y a lo que consideran una degeneración moral de Occidente, lo que ha fomentado una ideología común entre los dos. Esta convergencia ideológica, más que una mera alianza de circunstancias, está marcando el curso del conflicto y podría prolongarlo aún más.
La guerra en Ucrania, según Meyer, no es solo un enfrentamiento territorial o una lucha por recursos, sino una batalla por la identidad y la cultura, donde la religión juega un papel central en la justificación de las acciones y en la construcción de las narrativas nacionales. A medida que el conflicto se prolonga, las tensiones religiosas y geopolíticas continúan siendo un factor determinante en la política y en la vida cotidiana de las dos naciones enfrentadas.