El cruce de la muerte

Giovanni Aloi: Escritor, torero, piloto, empresario

Esta tarde, en la ciudad de Jakarta (Indonesia), salí a caminar debidamente dotado de un mapa de la ciudad. Una vez que el conserje del hotel señaló los puntos de interés a visitar, me arrojé a las calles con la idea de dar un paseo de carácter turístico y cultural y tratar de adentrarme un poco en este nuevo descubrimiento.

A los pocos pasos de dejar el edificio, sin deberla ni temerla, el deseado “paseo” se tornó en un tragicómico episodio que casi me cuesta la permanencia en este Valle de Lágrimas.

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Al cruzar, decidido pero tranquilo, una de las amplias y principales avenidas la capital indonesia, habilitado por la reglamentaria luz verde para el peatón -que debería ofrecer amparo al inocente transeúnte que se aventura al cruce de la calzada- fui sorprendido en forma repentina y alevosa: ¡¡¡la señal esmeralda de peatón pasó súbitamente a roja!!!

En efecto, el abyecto sistema de señales decidió, en forma implacable, artera y cruel, dar luz verde del semáforo que afectaba a la miríada de conductores que esperaba, presa de rabia e impaciencia, con las ansias en ebullición, la verde licencia para reanudar sus atropelladas y anárquicas rutas.

Cuando caí en la cuenta del tremendo pandemónium en que estaba a punto de verme envuelto, lo primero que mi instinto sugirió, fue reparar hacia mi lado izquierdo. Lo que allí vi fue el verdadero infierno, el fin de los tiempos y, por ende, el de mi presencia en este mundo.

Hordas de motociclistas furiosos se arrancaban -resueltos y asilvestrados- hacia mi abandonada y solitaria anatomía. A la vista de la insuperable distancia que aún me separada de la acera opuesta, no me quedó otra que efectuar el lance de Don Tancredo. Quedarme inmóvil e impasible, dispuesto a arrostrar mi triste destino con resignación en el alma y la mejor disposición para entregarla al Altísimo, sereno y sosegado, en aquel trance.

Cual si fuera la arrancada de una carrera de Moto GP o una carga de Húsares veteranos, se produjo un estruendo aterrador y tremendo: las manivelas del acelerador se fueron todas a fondo al mismo tiempo, sin importarles mi miserable e insignificante figura en el epicentro de tamaño cataclismo. Y se abalanzaron sobre este infeliz hijo del Señor.

Cada basilisco de aquella horda era una hidra decidida a ganar una supuesta competición a no se sabe qué meta. Sin que yo entendiera los motivos, me dedicaban miradas torvas y desafiantes, encarnizadas, carentes de piedad y dispuestas a matar o ser muertos en aquel embate. Para entonces, mi ya menguado ánimo y tembloroso físico se resignó a ser transformado en cáscara en cualquier instante. Infeliz de mí, me había convertido en un pobre estorbo, en chicana colocada aposta en la recta después de la arrancada de las cuadrigas del Circo Maximo.

Envuelto en este torbellino de motociclos de multicolor factura y condición, de humos azulados, de olor a aceite mineral quemado y a combustible, sumergido en imprecaciones y alaridos en extraña parla oriental, fui inicialmente esquivado gracias a las inciertas y circenses maniobras de esquiva improvisadas por tan enfurecidos Kamikazes. No es de extrañar que, en mitad de la refriega, perdiera yo el plano turístico, lo cual tanto me daba cuando lo que temía perder era antes la vida que el dichoso mapa.

Noté sus feroces y atrabiliarios rostros. Preso del pánico, logré también sentir que estos rapaces asiáticos me censuraban por medio de evidentes y veloces gesticulaciones y escalofriantes miradas que se adivinaban incluso detrás de las ya opacas viseras de sus raídos y maltrechos cascos. El idioma universal de los gestos me permitía adivinar la cólera de los súbditos dejados de la mano de Dios Padre.

La Divina Providencia, y todos los nombres del Santoral a los que tuve tiempo de encomendarme, quisieron que saliera yo inexplicablemente indemne de aquella tribulación. Sigo sin entender cómo no me amputaron algún dedo o extremidad, cómo no me decapitaron o cómo no acabé con varios huesos rotos por obra y gracia de aquellos salvajes ensillados en endiablados artefactos de dos ruedas que sólo se llevaron por delante el mapa del conserje.

Huelga decir que ahí puse fin a mi “periplo cultural” por Jakarta. Giré sobre mis temblorosas piernas, me palpé el trasero para comprobar que no había evacuado inadvertidamente el vientre, volví sobre mis pasos y corrí a encerrarme en el hotel hasta no dar con un vehículo debidamente acorazado y apto para circular con seguridad en esta lejana tierra de sarracenos feroces. Y así fue!