Ken Salazar: de picaporte en Palacio a portazo en las narices

Carlos Ramuirez

El embajador Ken Salazar había construido una capacidad nunca vista de acceso al despacho presidencial de Palacio Nacional, pero en 5 minutos destruyó su propio trabajo y terminó con un portazo en las narices, el repudio presidencial mexicano y la etiqueta del embajador más injerencista e imperial de Estados Unidos en México.

Inclusive, Salazar podría estar en la lista de los tres peores embajadores americanos: Henry Lane Wilson, quien operó desde la embajada el golpe de Estado de Victoriano Huerta contra Madero y tuvo que ver con el saldo trágico del asesinato del presidente y el vicepresidente; Dwight Morrow, quien operó políticamente en México e intervino en el poder del presidente Plutarco Elías Calles, además de operar por su cuenta en asuntos internos, como lo reveló José Vasconcelos: un procónsul, pues Morrow le ofreció precisamente a Vasconcelos la rectoría de la UNAM que ya había tenido y dos cargos en el gabinete d Ortiz Rubio, a cambio de no llamar a la insurrección por el fraude electoral.

Ahora el tercero se perfila en la figura del abogado empresarial Ken Salazar, quien llegó al cargo en México en agosto de 2021 enviado directamente por el presidente Biden, y desarrolló una impresionante capacidad de relaciones públicas para meterse en los pliegues del sistema político mexicano y regresar la embajada de Estados Unidos al papel que jugó en el viejo régimen priista: uno de los sectores invisibles de la estabilidad del sistema político.

Todo su trabajo de más de dos y medio años fue autodestruido por el embajador Salazar por un pronunciamiento personal –dice él– sobre la iniciativa de reforma judicial, tomando en cuenta que los cargos diplomáticos no permiten funciones o tentaciones personales y que en realidad la Casa Blanca carecía de una forma institucional para encarar la reforma judicial mexicana y mandaron al embajador a quemar sus naves con una declaración que fue calificada, en un documento oficial como Nota Diplomática de Relaciones Exteriores, con adjetivos nunca antes utilizados : en las relaciones bilaterales el concepto de injerencia implica una violación por parte de una nación extranjera de la soberanía mexicana para darse de manera legal las reglas internas que decida su mayoría política.

Descompuesta su comprensión de las reglas no públicas del sistema político mexicano, el embajador Salazar cometió un segundo error que no hizo más que agravar la dimensión del primero: pidió sentarse con el gobierno mexicano para revisar la reforma judicial, y ahí vino el portazo en las narices del presidente López Obrador porque remachó la acusación de que Estados Unidos se estaba involucrando en asuntos internos, pero en un contexto político sexenal de nacionalismo defensivo desde aquel intervencionismo vulgar del presidente Donald Trump cuando amenazó con aranceles si México no contenía la avalancha de caravanas de migrantes.

El tropiezo del embajador Salazar le quitó ya cualquier posibilidad de influencia estadounidense a los sectores nacionales que estaban clamando justamente la intervención de Estados Unidos en el marco del Tratado solo de relaciones comerciales para impedir los actos soberanos del Estado mexicano para darse por mayoría legislativa las reglas de funcionamiento interno que formen parte de su proyecto de gobierno.

El embajador, ya sin sensibilidad diplomática, en realidad apareció en su primer pronunciamiento personal sobre la reforma casi como abogado defensor de las empresas estadounidenses involucradas en el Tratado, una tarea que ciertamente le corresponde a su función diplomática pero no de manera tan ostentosa porque las empresas no cumplen funciones de gobierno ni tareas sociales sino se rigen por las tasas de utilidades que se obtienen incumpliendo, soslayando o reprimiendo las leyes nacionales.

La respuesta gubernamental mexicana más tolerante hubiera sido muy sencilla: las quejas contra las reformas se pueden tratar en los espacios jurídicos del Tratado y hasta en los paneles, pero no había razones que justificaran que la poderosa embajada de Estados Unidos en México comenzar a dictarle directrices de funcionamiento interno al gobierno mexicano, casi con la amenaza de que pudiera terminarse el Tratado. Ahí también el embajador Salazar perdió cualquier tipo de autoridad política para usar su cargo diplomático como un instrumento para favorecer a las empresas estadounidenses que se sientan lastimadas o desfavorecidas por reglas nacionales.

Lo malo para Estados Unidos es que en términos funcionales se quedó ya sin embajador formal porque Salazar perdió cualquier tipo de credibilidad, pero en un momento en que se define el rumbo del próximo gobierno mexicano y las elecciones presidenciales en Estados Unidos están pasando por México.

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Política para dummies: la política fue en algún momento el gran garrote estadounidense.

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