Ositos de peluche y los crucigramas fueron vistos como un peligro para la sociedad en el siglo XX

Eran “embrutecedores”, “antisociales” y hasta una “amenaza nacional”, según líderes de opinión tan prestigiosos como el New York Times estadounidense y el Times británico. Se referían a los crucigramas, que luego fueron vistos como un pasatiempo intelectual.

Son parte de una nutrida lista de entretenimientos que en algún momento de su historia fueron duramente juzgados. Incluye desde la lectura de novelas, que en siglos pasados fue despreciada por llevar por el “mal camino”, particularmente a las mujeres, hasta los videojuegos, que, siglos después, generaron malestares.

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Y también los aparentemente inofensivos ositos de peluche, que hicieron sonar alarmas cuando empezaron a invadir el mundo.

Crucimanía
Los primeros crucigramas aparecieron en Inglaterra en el siglo XIX, pero para entretener a los niños. Sólo se convirtieron en un pasatiempo para adultos luego de que el diario New York World de EE.UU. publicara el primer crucigrama moderno en el suplemento dominical del 21 de diciembre de 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial.

Casi de la noche a la mañana, el novel acertijo empezó a acumular fanáticos, cuyo número no hizo más que aumentar a medida que la guerra avanzaba y los titulares se hacían más sombríos. La popularidad de lo que se había convertido en un refugio en medio del caos creció con el Armisticio; la década de 1920 fue una de auge para los crucigramas. Aunque también de rechazo.

Uno de los diarios que se negó a diseñarlos y publicarlos fue el New York Times (NYT). Sus editores estaban decididos a no caer tan bajo como la prensa amarilla, de la que el New York World fue pionera, para atraer lectores. Manteniendo los más altos estándares posibles, pensaban, sus artículos debían cautivarlos sin necesidad de depender de un acertijo.

Además, según uno de sus artículos de noviembre de 1924 titulado “Una forma familiar de locura” , en “la bien llamada locura de los crucigramas”, la gente cometía “el desperdicio pecaminoso” de tiempo “en la búsqueda completamente inútil de palabras”.

“No gana nada, excepto una forma primitiva de ejercicio mental”, y “no es nada más que una nueva utilización del tiempo libre para aquellos que, de otra manera, sería vacía y tediosa”.

Dos meses más tarde, el Sacramento Star de California publicó un artículo en el que se aseguraba que los crucigramas robaban memorias. Hablaba de un paciente en un hospital que, según el diagnóstico de un médico citado, sufría “un caso avanzado de amnesia provocado por una excesiva adicción a los crucigramas”.

También se reportaron casos de “insomnio por crucigramas”, mientras que los oftalmólogos advertían que la afición provocaba dolores de cabeza y debilitación de la vista.

El fenómeno llamó la atención al otro lado del Atlántico, donde un diario tan prestigioso como el NYT publicó en 1924 un artículo titulado: “Una América esclavizada”.

Había pasado, según decía, “de ser el pasatiempo de unos cuantos holgazanes ingeniosos a convertirse en una institución nacional y casi una amenaza nacional”.

Eso porque se estimaba que más de diez millones de personas pasaban media hora cada día resolviéndolos, cuando deberían estar trabajando.

Al año siguiente, Reino Unido también sucumbió, con nada menos que la reina María, esposa del rey Jorge V, y “otros miembros menores de la familia real también adictos” al pasatiempo.

No obstante, seguían siendo despreciados como “la ocupación más perezosa” y un “hábito insociable”. Una esposa británica llevó a su marido a los tribunales por quedarse en cama hasta las 11 de la mañana haciendo crucigramas.

Las bibliotecas públicas libraron una “guerra contra los crucigramas”, tachando a mano los espacios vacíos de los crucigramas de los periódicos que prestaban para que aficionados egoístas no los acapararan.

Al final, The Times de Londres tuvo que comerse sus palabras. El 1 de febrero de 1930, sin bombos ni platillos, publicó el primero de sus crucigramas.

Llegarían a ser unos de los mejores y más famosos del mundo, junto con los del NYT, que siguió siendo por una década más el único periódico metropolitano importante de EE.UU. sin un crucigrama.

Pero el 15 de febrero de 1942, dos meses después del ataque aéreo en Pearl Harbor, el NYT cedió. Como el editor del New York World casi 30 años antes, el del augusto diario decidió que ese tipo de acertijo no era una distracción frívola sino necesaria para los lectores en un momento tan sombrío.

La locura del oso de peluche
Todo comenzó cuando Theodore Roosevelt estaba cazando osos en Mississippi en 1902, pero no había localizado ni uno solo.

Para arreglarle el día al presidente, sus asistentes arrinconaron y ataron a un oso negro a un sauce, y lo llamaron para que le disparara. Pero Roosevelt se negó a hacerlo, pues le pareció extremadamente antideportivo.

La anécdota se difundió, y uno de los diarios que la reportaron fue el Washington Post, acompañada de una caricatura que inspiró a Morris Michtom, propietario de una tienda de dulces de Brooklyn, a crear un osito de peluche.

Tras pedirle permiso a Roosevelt para usar su apodo, lo llamó “Teddy bear” en su honor, y los empezó a vender como pan caliente. Pronto se conviertieron en el juguete imprescindible de los niños estadounidenses, lo que provocó la ira de un sacerdote llamado Michael G. Esper.

Desde el púlpito de su iglesia en St. Joseph, Míchigan, lanzó un devastador ataque en su contra. “El suicidio racial, el peligro más grave que enfrenta esta nación hoy en día, está siendo fomentado y alentado por la moda de suplantar las tradicionales muñecas de nuestra infancia con la horrible monstruosidad conocida como el ‘Teddy bear’”.

Lo que le preocupaba era que los osos de peluche no le estuvieran inculcando a las niñas las que se consideraban las normas de su género, al suprimir los instintos maternos que, según él, las muñecas ayudaban a desarrollar. Eso aceleraría la “extinción” de los estadounidenses.

Pero, ¿por qué importó lo que dijo un sacerdote de una pequeña ciudad de EE.UU.?
Porque lo que era una noticia local se hizo viral, y la advertencia del sermón llegó hasta a los diarios más respetados, como si fuera una razón de alarma legítima. En medio del pánico moral, algunos medios se burlaron del absurdo, y otros, como el News Palladium, cuestionaron el silencio de Roosevelt ante el ataque a su peludo tocayo.

Seguramente estaba ocupado con asuntos más importantes, pero la pregunta era válida; al fin y al cabo, al oso de peluche lo estaban acusando de fomentar algo que él aborrecía: el “suicidio racial”.

El concepto nació del movimiento eugenésico y señalaba que una raza se suicidaba cuando no se reproducía lo suficiente, de manera que su tasa de mortalidad se acercaba a la de natalidad.

Y la “raza” que le preocupaba a quien gobernó EE.UU. entre 1901 y 1909 era la estadounidense blanca o el “estadounidense de vieja cepa”, es decir, descendiente de los primeros colonos.

Durante casi tres décadas, Roosevelt alertó repetidamente sobre el peligro, de la manera más severa, en discursos y cartas, como en una de 1902: “El hombre o la mujer que deliberadamente evita el matrimonio y tiene un corazón tan frío como para no conocer pasión y un cerebro tan superficial y egoísta como para no gustarle tener hijos, es en efecto un criminal contra la raza y debe ser objeto de desprecio y aborrecimiento por parte de todas las personas sanas”.

Pero, cuando los periodistas le pidieron su opinión sobre los comentarios del reverendo Esper, se rió. Señaló que los había leído con interés, pero que no tenía nada que decir ni a favor ni en contra de los osos de peluche.