Hablo, por supuesto, del pueblo mexicano. En un país que forma parte de los veinte más ricos del mundo, la inmensa mayoría de la población, la que produce la riqueza, vive en la pobreza o en la pobreza extrema. Con esa forma lapidaria y precisa con la que el pueblo suele llevar la estadística, una señora antorchista me dijo: “con mil pesos ya no se puede comprar nada”. En efecto, el aumento constante de los precios rebasa con mucho a los ingresos de la población trabajadora, hace treinta años que el salario real se encoge y la gente tiene que estar haciendo la multiplicación de los peces y los panes para alimentarse. El pueblo mexicano está oprimido porque se alimenta muy mal y alimenta muy mal a sus hijos.
Pero no sólo por eso. Lo está porque no puede curarse de enfermedades sencillas que se curan o controlan muy eficientemente con la ciencia moderna y menos todavía puede curarse de enfermedades complicadas, de esas que requieren cirugías o tratamientos largos. La atención médica suficiente y oportuna para el pueblo se encuentra brillando por la demagogia y colinda con la burla. Últimamente se conoció un dato escalofriante: en lo que va del sexenio, rebasando escandalosamente a los mismos períodos de todos los sexenios anteriores, el Seguro Social ha dejado de surtir 45 millones de recetas, es decir, la población deambula y regresa una y otra vez durante meses con un papelito inútil en la mano para que le entreguen sus medicamentos, sin ningún resultado.
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¿Y la educación, otra de las necesidades vitales de la población, es decir, el acceso a los avances científicos y técnicos y a la cultura creada por la humanidad? Para el pueblo, en tanto que oprimido, están vedados. Se sabe que la proporción de la población que no entra a los servicios educativos es altísima, es inaceptable y que la forma de impartirla en la que están cancelados los dormitorios y los servicios asistenciales, causa enormes deserciones. Llegar a la cúspide de la educación es, pues, una hazaña y, no precisamente, de trabajo duro y tesonero, que no lo descarto, sino una proeza económica del alumno y su familia. ¿Y qué decir de la calidad? Hay muchos profesionistas inteligentes y avispados que, gracias a la poca importancia que el Estado mexicano le brinda a su educación, no saben leer y comprender textos elementales.
Hay otras formas de opresión en esta décima sexta economía del mundo, la vivienda, por ejemplo. Las estadísticas ilustran y precisan, claro está, pero no son indispensables para alguien que su trabajo de muchos años le ha brindado la oportunidad de conocer las colonias y entrar a las casas de los que crean la riqueza en los grandes centros urbanos, ahí donde están las fábricas impresionantes, los elegantes centros comerciales y los lujosos y confortables hoteles y ha encontrado cerros, tierra suelta desde la entrada, camiones desvencijados, pipas con agua a precio de oro pero no el moderno sistema de drenaje, casuchas construidas con materiales diferentes a trechos de esfuerzo y, sin ningún documento que acredite jamás la sacrosanta propiedad privada, causa y razón de nuestro sistema jurídico, seres que se confunden con el paisaje mientras esperan su transporte y regresan, anónimos, casi sin ser vistos, por la noche. ¿El otro México? No, no nos confundamos, y subrayo: es el mismo México. Este que digo, es sólo la parte que crea a la otra, la que hace posible y sin la cual no existiría la parte flamante, limpia, opulenta, orgullo de los que la habitan y frecuentan.
Ahora, el pueblo, además de oprimido, está amenazado. Sépase que está en marcha una supuestamente drástica modificación de las leyes que regulan las relaciones obrero-patronales. Me refiero a que -sin entrar en los detalles legales que pueden ser interesantes para los especialistas- ahora se deben “legitimar” los contratos colectivos de trabajo celebrados entre las empresas y los presuntos representantes de los obreros. Se ha procurado eludir la palabra “legalizar” porque eso supondría riesgosamente que antes eran ilegales, se usa “legitimar” nada más, que significa que esos contratos colectivos de trabajo, abreviadamente, CCT, simplemente deberán ser votados y ratificados por los obreros en una asamblea con representación oficial de la autoridad. Se trata, supuestamente, de garantizar que los obreros conozcan y acepten al sindicato que los representa ya que, con la legislación anterior, la firma de los CCT se podía llevar, y se llevaba a cabo, en la intimidad de alguna oficina o en el animado ambiente de alguna cantina.
Como ha dicho (mintiendo) alguien por ahí: “eso se acabó”. Por eso, ojo, hay una navaja adentro del pan. Los famosos “líderes sindicales”, que son los únicos que por ley pueden representar a los obreros en sus luchas, son en realidad los propietarios de registros sindicales, registros sindicales que son auténticas franquicias, concesiones o permisos, que el Estado, como el temible Argos, guarda rigurosamente y que están completamente fuera del alcance de los obreros sin padrinos y sin poder. Ahí está ahora la nueva amenaza: con una brizna de democracia y un abundante discurso, se ajusta más el control de los obreros pues, los nuevos líderes “legitimados”, serán los burócratas que alguna vez autorizó y sigue autorizando la oligarquía para proteger sus intereses. Los obreros no salen de la cárcel, sólo cambian de celda. Nadie debe sorprenderse si se sigue hundiendo el salario real.
Hay también amenazas para la democracia, para su expresión mínima que consiste en que el pueblo quede representado en el gobierno y, desde luego, también, para su máxima expresión, que consiste en que el pueblo tome el poder político. Las leyes de la escasa democracia mexicana están siendo atropelladas por el poder ejecutivo en funciones. Desde hace dos años, dos de los más altos funcionarios del poder ejecutivo y la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, cuya natural exposición ante los medios de comunicación puede compararse con la del obrero de una fábrica, la empleada de una tienda o un peón indígena, como pueden compararse las alas de un avión jumbo con las alas de un pequeño gusanito, están en impúdica campaña electoral tratando de meterse en el ánimo de los electores, gastando dinero que nadie sabe de dónde sale ni de quién sale ni qué compromisos se hacen para que salga. La nueva imposición está marcha.
Mientras tanto, se mantiene bien trabado el cerrojo para que el pueblo entre a la democracia. Para votar sólo se necesita la edad, para ser votado un partido con registro, otra vez, ojo, una franquicia, una concesión o un permiso que sólo entrega el Estado, o sea, los que ya están en el poder y, claro, no quieren competencia. Teóricamente cualquier colectivo puede solicitar y obtener un registro como partido político, en los hechos, para alcanzar la cantidad y la calidad mínimas requeridas, hay que disponer de cuantiosos recursos económicos y librar y salir indemne de una encarnizada y absolutamente desigual guerra de agresión que desata la poderosa oligarquía. Los Antorchistas lo sabemos muy bien, hemos resistido la embestida durante casi 50 años y llevamos grabados en la mente y en el corazón, a más de 200 compañeros asesinados, entre los cuales están Conrado, Meche y Vladi, el padre, la madre y su hijito de seis años que nunca, a nadie le hicieron ningún daño; los mataron por Antorchistas. Ese camino “democrático”, desde que la moderna y progresista Ley Electoral está en vigor, ningún partido verdaderamente independiente, de la otra clase social que existe en México, lo ha podido transitar con éxito, sólo los de la misma clase social encumbrada que decidieron entrar al juego de los partidos como validos de uno de ellos, o de varios.
Creo, pues, que queda justificado el título de este trabajo: el pueblo está oprimido y, ahora, está amenazado. Sólo su conciencia y su organización independientes, podrán liberarlo, podrán llevarlo a mejorar su situación y a tomar el poder político de la nación. Ninguna tarjetita, ninguna promesa demagógica desde las altas esferas del poder.