Guadalupe y sus Milagros

Muy temprano un cohete siseó en el vacío. Ascendió a través de un camino invisible en el espacio y tronó a pocos metros de altura, sin lograr es-tallar entre las montañas de vapor formadas en el cielo. Su estrépito hizo volar espantadas a las comunidades de palomas, de cuervos y de otros pájaros que anidaban entre los árboles. Con aquella señal ellos buscaban sacar de su letargo a los presuntos moradores de las nubes. Luego de la explosión comenzaron a escucharse las cornetas y los tambores de una banda de guerra. Sus integrantes marcaban el desfile hacia el combate para el cual se habían preparado contra fuerzas inmateriales y oscuras. Con sus uniformes negros preparaban su destino en la lucha que sobrellevaban contra supuestos seres infernales, como si la luz hubiese desaparecido del mundo.

Detrás de ellos un grupo de danzantes comenzó a moverse y a sonar los cascabeles y las sandalias con suela de madera con las que aporreaban los adoquines de cantera con una fuerza extraída de su fe prehistórica y de la responsabilidad adquirida por un contrato de 500 dólares. Constituían el casi extinto linaje de los guerreros aztecas, cuya decadencia iniciara unos 500 años atrás, luego de ser masacrados en el Templo Mayor por soldados españoles al mando del sanguinario Pedro de Alvarado.

Sobrevivían a la lenta e inexorable acción del capitalismo en las comunidades de los alrededores o en las colonias proletarias de la ciudad y trabajaban como albañiles, empleados, costureras, lavanderas o sirvientas. Constituían un vestigio aferrado a mantener viva la cultura mesoamericana y, de paso, a tener con esas danzas un poco de mayor ingreso económico. Desafiaban el frío con sus breves ropas y el aire del norte tatuaba escamas en su piel. Sus penachos eran productos derivados del petróleo. Venían de China, pues las aves utilizadas por sus antepasados en esos adornos ya casi habían desaparecido.

Unos pasos detrás venía un escuadrón de hombres, mujeres y niños, encabezado por un sacerdote vestido de blanco. Sus manos portaban orgullosas un estandarte con la expresión: “Jesús Sumo y Supremo Sacerdote”. Si alguien hubiese disparado un balazo a su pecho, habría muerto feliz. A sus lados iban dos niños uniformados de blanco y de rojo, con in-censarios en sus manos que movían de izquierda a derecha, a fin de impregnar cada mota de aire con humo de resinas.

Quienes formaban el grupo llevaban trapeadores, escobas y jabón, como ofrendas a su dios para mantener limpios sus templos y arrojar de sus puertas a las pestes y a las enfermedades. Por el espacio viajaron las ondas del tañido de campanas enormes, ubicadas en las torres del templo situado a un kilómetro de distancia, y enseguida respondieron otras, ubicadas en distintos templos de las inmediaciones.

Mientras redoblaban los tambores, animándolos para vencer a las presuntas esencias del inframundo en esa batalla de alcances epopéyicos, los integrantes de la peregrinación cantaban vehementes:

—Desde el cielo una hermosa mañana… desde el cielo una hermosa mañana… La Guadalupana… la Guadalupana… la Guadalupana bajó al Tepeyac…

Entonces en el cielo y en la tierra comenzó a darse aquella supuesta guerra entre las tropas de ese dios y las hordas del infierno. Era la mañana de un domingo de finales de noviembre. Unos días antes, los primeros soldados de Cristo habían comenzado a andar por ese camino que consideraban milagroso, escasamente protegidos por escapularios, salmos y rosarios contra el músculo de los demonios.

Con el paso de los días y la cercanía del 12 de diciembre, fecha en que conmemorábase el día de la Virgen de Guadalupe, comenzaba a advertirse un notable aumento de estas fuerzas a lo largo de la calzada. Con sus oraciones inventaban un recio muro por medio del cual contendrían a los espíritus malignos que causaban dolores y lágrimas, sobre todo a los más miserables.

A uno de los costados del sitio todavía existe una casa estrecha no muy antigua, construida tal vez al concluir la primera mitad del siglo XX. Entonces era habitada por una familia de formación científica y racionalista. Entre sus miembros había una muchacha hermosa, de pensamiento crítico y conducta fiestera.

El cohete le arrebató del sabroso sueño que disfrutaba en su cama, ubicada frente a una ventana. Enojada por el suceso de que había sido víctima y con la intención de identificar a quienes habían violado su reposo, levantó su cuerpo y miró por la ventana, desde donde podía verse la calle.

—¿Por qué hacen eso? ¿A poco creen que con cohetes van a despertar a eso que creen son criaturas celestiales? Si eso ni existe. Y si existieran hasta creen que con esos truenos van a tener sus favores —pensó, después de observar a la milicia de Cristo moverse hacia la Basílica. Pese a que era sensata, intempestivamente gritó por la ventana:

¡Cállense! ¡Dejen dormir!

Algunas mujeres de negro, con imágenes religiosas en metal grapadas en sus cuellos, pudieron escucharla cuando pasaban frente a la casa, pese al redoble de tambores y los sonidos de cornetas, así como de la danza de los concheros y de los rezos con que los combatientes de ese dios construían defensas contra todo posible ataque de los seres infames. Voltearon hacia la ventana de donde emergía aquella blasfemia y con sus dedos pintaron cruces en el viento para acorazar a sí y a la peregrinación del viento maléfico, expedido por la garganta de la joven. Ésta respondió haciéndoles una seña de silencio con los dedos y gritándoles nuevamente:

Shisttttt. ¡Dejen dormir!

Aquellas mujeres respondieron cantando con más énfasis:

—Suplicante juntaba sus manos… suplicante juntaba sus manos… Y eran mexicanos… y eran mexicanos… y eran mexicanos su traje y su faz…

Concentrados en pedir favores a las potencias celestiales y entretenidos en avanzar entre las baldosas en donde todavía quedaban restos de vómitos, escupitajos y caca de perros y de pájaros, afortunadamente nadie más la es-cuchó entre los batallones de aquel dios. Quizás su exceso pudo llevarla a sufrir una agresión física. Con prudencia, las mujeres no dijeron nada y continuaron cantando y avanzando hacia la Basílica.

—Junto al monte pasaba Juan Diego… junto al monte pasaba Juan Diego… y se acercó luego al oír cantar…

Detrás venía otra compañía de flagelados; eran los enfermos o pecadores que en su concepto sufrían castigos con alguna dolencia física, carencia económica o persecución judicial por cometer actos contra la voluntad de su dios o por haberlo negado. Una mujer avanzaba rezando de rodillas con un pequeño en brazos. Un hombre y otro niño tendían sábanas en el suelo en un intento por protegerla. Sus rodillas sangraban. Otros iban solos, sin alguien que les pusiera algo en el piso. Avanzaban penosamente, con las palmas de las manos extendidas al cielo, con rosarios en los dedos y con los ojos afligidos. Había quienes llevaban rodilleras de volibol para disminuir el dolor.

—Sangre de Cristo, brotando en la flagelación… alivio de los enfermos… consuelo de los que lloran… esperanza de los que hacen penitencia. Sangre de Cristo…

Luego de haber visto interrumpido su sueño a causa del bullicio, la muchacha preguntó indignada a su madre:

—¿Por qué hacen esto? ¿No entienden que eso no existe? ¿Acaso no pueden rezar solos, en el templo y en silencio? ¿Acaso creen que allá arriba vive alguien? ¿Por qué no respetan a quienes vivimos aquí?

Mientras tanto, las guerrillas al servicio de aquel dios cantaban con vigor y su canto podía escucharse con tal fuerza y devoción que podían estar ciertos de que no encontrarían en-te diabólico capaz de oponérseles.

—A Juan Diego la Virgen le dijo… a Juan Diego la Virgen le dijo… este cerro elijo para hacer mi altar…

Razonable y paciente, la madre le pidió prudencia y abstenerse de gritar a los pelotones guadalupanos que en el pasado dieran muestra de fiereza. Le explicó que muchas mutilaciones y asesinatos de personas habían ocurrido a causa del fanatismo. Le contó de maestros rurales desorejados durante la guerra religiosa. Además le hizo ver que ellos mismos obtenían beneficios con tales creencias. Lo dijo mostrándole una hoja de metal en donde burilaba una imagen de la Virgen de Guadalupe.

—Debemos irnos preparando psicológica-mente, pues todavía faltan muchos días de peregrinaciones. Acuérdate cómo hemos podido tener algo de dinero adicional para darles de comer, porque con el sueldo de tu padre no alcanzaría. Dentro de un rato vendrán unas monjas por estas imágenes y ellas las pondrán en un puesto en donde también venderán veladoras y estampas. Ya ves cómo es de milagrosa la virgencita —le explicó.

También le contó de un cínico abad, despedido por negar su existencia, a pesar de que por años vivió como magnate gracias a su culto. Comía langostas y galletitas de caviar, jugaba golf en un club de ricos, poseía autos de colección, entre otros gustos de emperador.

Ya de vuelta en su cama, resignada cerró los ojos y trató de volver a dormir, a pesar del escándalo. Recordó decir a su madre: “Ten tolerancia, a todos nos deja algo”. Mientras tanto, a lo largo de aquella ruta, los guadalupanos cantaban desgañitándose en su lucha contra las supuestas esencias oscuras:

—Desde entonces para el mexica-no… desde entonces para el mexicano… ser guadalupano es algo esencial…

Afuera un largo desfile de camiones urbanos correspondía a la imagen de una serpiente amarilla. Sus conductores demostraban su devoción por la Guadalupana con horribles pitidos de cornetas, hechos con el aire de los motores. Aquello era diabólicamente estruendoso.

Todo el año mataban a personas con sus vehículos, maltrataban a los usuarios y llegaban a quedarse con las fracciones de dinero por el pago del boleto que debían devolver. Pero ahí estaban ahora, disfrazados de humildad, junto a esa enorme masa de creyentes, para pedir los milagros de aquella tela venerada por siglos.

Poco a poco iban acomodándose los puestos de los vendedores de elotes, de atoles, de tamales, de camisetas de equipos de futbol y de las cosas más insólitas.