Justo siete días después de que se publicó el decreto que regularizaba la reforma constitucional para extender cuatro años más la presencia de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública, un poderoso grupo delictivo –al parecer el CJNG— atacó una partida de la Guardia Nacional y asesinó al general José Silvestre Urzúa, coordinador estatal en Zacatecas del nuevo cuerpo de seguridad.
El incidente articuló una serie de variables que no deben pasar desapercibidas: un militar con rango de General divisionario, un grupo delictivo que se mueve con impunidad por encima de las instancias policiacas y un nuevo cuerpo de seguridad que todavía no alcanza a consolidarse y que no tiene órdenes operativas para confrontar a las bandas delictivas.
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En este escenario se publicó una de las dos reformas constitucionales de mayor calado en materia de seguridad: la extensión de cuatro años más para que las Fuerzas Armadas regulares continúan en labores de seguridad pública en tanto la Guardia Nacional termina su periodo primario de fortalecimiento y despliegue, a la espera de la segunda reforma que decreta la adscripción de la GN a la Secretaría de la Defensa Nacional.
En medio de los procesos operativos de organización de la estrategia de seguridad, casos como el de Zacatecas revelan limitaciones operativas del modelo de construcción de la paz: mientras las áreas de seguridad se centran en labores básicas de disuasión territorial, en la práctica eluden la persecución y desmantelamiento de los cárteles, dejando zonas territoriales del Estado a merced del crimen organizado que no entiende de lógicas de seguridad y que solo aprovecha los vacíos institucionales para consolidar sus poderes.
La negociación para extender cuatro años más la presencia de las Fuerzas Armadas en seguridad pública tuvo un costo operativo que pronto se estará pagando: mantener solo la presencia militar, pero con restricciones muy concretas para operar programas de persecución y desmantelamiento; y es paradójico que se le dé mayor impulso a la GN en un momento en que apenas está terminando su configuración interna y acomodando su despliegue en toda la República.
Los temores sociales a excesos militares en seguridad condujeron a que el decreto estableciera cinco condicionantes que de muchas maneras le reducirán el efecto real a la presencia militar en las calles: será extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria, adscribiéndola al mando civil de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, pero esta misma dependencia ya sin el control operativo de la Guardia y solo como área burocrática de administración de resultados.
Frente a estas cinco condicionantes, la sociedad se enfrenta a la impunidad, violencia incapacidad de corrupción de las actividades diversas del crimen organizado capturando actividades sociales, económicas, políticas, institucionales, administrativas, fiscales y de protección social por bandas organizadas que carecen de la más mínima condicionante regulatoria para sus actividades delictivas.
Otra limitación establecida por el decreto del 18 de noviembre señala que “las acciones que lleva a cabo la Fuerza Armada permanente en ningún caso tendrán por objeto sustituir a las autoridades civiles de otros órdenes de gobierno en el cumplimiento de sus competencias o eximir a dichas autoridades de sus responsabilidades”. Esto quiere decir que la Fuerzas Armadas en seguridad no realizarán el trabajo de las autoridades policiacas, judiciales y de justicia a nivel municipal y estatal, pero con datos evidentes de que no hay un plan integral de reorganización de las áreas de seguridad estatales y municipales.
Las reglas informales para la actuación de las Fuerzas Armadas en seguridad pública forman parte de uno de los vacíos legales más importantes en la estrategia de seguridad: la carencia de una ley reglamentaria de la facultad presidencial del sexto inciso del artículo 89 constitucional que faculta al presidente de la República a “preservar la seguridad nacional” y “disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente, o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea, para la seguridad interior y la defensa exterior de la Federación”. Sin embargo, hasta la fecha no existe una ley reglamentaria de la seguridad interior que le dé mayor funcionalidad a la interrelación de las Fuerzas Armadas en seguridad pública cuando está tenga que ver con seguridad interior, es decir, con la garantía de proteger personas, bienes, instituciones, territorio y economía para garantizar la gobernabilidad democrática, el Estado de derecho y la actividad productiva para el bienestar social.
Las reformas legales al aparato de seguridad se han centralizado en el aspecto procedimental que garantice la presencia de las Fuerzas Armadas en seguridad pública, pero sin completar el marco jurídico referente a la seguridad interior.
La crisis de seguridad y violencia en buena parte de la República no se va a resolver con la participación de las Fuerzas Armadas con restricciones regulatorias, pero tampoco se avanzará si se regresa a la falta de controles. El problema de la inseguridad radica en las políticas públicas que han descuidado a las fuerzas de seguridad a nivel estatal y municipal y que son insuficientes en recursos y personal para la nueva Guardia Nacional.
Las reformas constitucionales para permitir a las Fuerzas Armadas en seguridad hasta 2028 y para adscribir a la Guardia Nacional a la responsabilidad de la Secretaría de la Defensa Nacional son apenas una parte del problema de la estrategia de seguridad, pero dejando muy en claro que la parte importante radica en la falta de reconstrucción de las fuerzas de seguridad a nivel estatal y municipal.
La seguridad pública es una responsabilidad de los tres niveles de gobierno y no solo de las Fuerzas Armadas con permisos agotados por los viejos temores.
El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
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