El “síntoma de desconocimiento” de las humanidades y las artes no es una novedad.
Fue un engaño, una vacilada. En 2019, el Congreso de la Unión, al aprobar una iniciativa del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), modificó la Fracción V del Artículo 3° de la Constitución General de los Estados Unidos Mexicanos para que su redacción actual diga: “El Estado incentivará (…) una formación integral de la persona desde la infancia, como la literatura, la música, el arte y la filosofía (negritas mías, MAAR)”. El Observatorio Filosófico Mexicano (OFM) celebró el hecho como una “nueva etapa” en la educación nacional y sus entusiastas integrantes aseguraron que “sería necesario llevar a cabo una serie de cambios radicales en la didáctica de nuestras disciplinas”.
Pero esta alegría fue desvaneciéndose paulatinamente. Primero porque, para concretar las propuestas, enviaron cartas a los titulares de la Secretaría de Educación Pública (SEP) —primero a Esteban Moctezuma y luego a Delfina Gómez— sin que ninguno de los dos se tomara la molestia de responder a los filósofos. La única respuesta a este grupo provino del subsecretario de Educación Media Superior (EMS), Juan Pablo Arroyo, quien los invitó a debatir en “mesas de trabajo” que son un modo, como suele decirse, de “dorar la píldora” a los proponentes, aparentar que sus opiniones son importantes o saber qué se traen entre manos. El resultado fue la desaparición de las asignaturas relacionadas con la filosofía en los planes de estudio, en las escuelas de la EMS. ¡Sí, tal cual como ocurrió en el mil veces vituperado sexenio del expresidente Felipe Calderón Hinojosa!
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El argumento morenista se sostiene en la tramposa “transversalidad” educativa, la cual consiste en impartir materias con un enfoque multidisciplinario; es decir, que cuando se estudia un teorema, un problema o un autor de la ciencia matemática, el contexto histórico en el que se ubica puede ser considerado como enseñanza de historia. Con base en esta engañosa lógica, en adelante, el aprendizaje de la filosofía puede reducirse a un comentario al margen de otro tema, a una curiosidad “jocosa” o a un pie de nota. En un documento entregado al flamante subsecretario, el OFM reviró: “La filosofía, al igual que otras disciplinas, requiere de un espacio propio (…) no es un conjunto de habilidades y actitudes que se puedan transmitir en el plano transversal. (…) La reducción de la filosofía a un conjunto de competencias transversales es un síntoma del desconocimiento de lo que es ella”. Y ante esta educada y mesurada objeción, la subsecretaría de la SEP prometió leer con atención las observaciones y avisar a los filósofos… pero, contra todo pronóstico, no les avisó.
Recordemos que el “síntoma de desconocimiento” de las humanidades y las artes no es una novedad. El gobierno del presidente AMLO recortó los presupuestos del Instituto Mexicano de la Radio (IMR); la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), el Instituto Mora (IM), el Centro de Investigaciones y Docencia Económica (CIDE), el Colegio de la Frontera Norte (CFN) y la lista de instituciones crece. Además, no olvidemos la absurda disputa y la persecución judicial del Presidente a numerosos científicos. La controversia entre el OFM y la SEP no es ningún accidente, porque la importancia del arte, las humanidades y la ciencia en el discurso del Presidente es solo hueca palabrería.
El gatopardismo político de la llamada “Cuarta Transformación” (4T) corresponde a su modo de ver la educación con antipatía y poco disimulado repudio a la filosofía: pensar, en el término correcto de la palabra. La educación sin reflexión profunda, sin inculcar el juicio crítico, siempre es conservadora. Desde el punto de vista del marxismo, este combate por “el pensar” es lógico: los dueños del dinero evitan a toda costa la reflexión racional y profunda en las sociedades porque los cuestionamientos a su status quo y al discurso que justifica su opulencia y dominio se avivarían seriamente. Cuando la burguesía combatía por conquistar su hegemonía en el poder político, la filosofía fue su herramienta predilecta; en nuestros días, sus capitanes y testaferros prefieren eliminarla por decreto. Su opción es introducir masivamente el irracionalismo, fomentar el fanatismo y la superstición. El odio a la filosofía representa el espíritu de una burguesía en decadencia.
Ahora parece lógico recordar por qué, en las primeras etapas de la pandemia de Covid-19, el Presidente sonreía estúpidamente, sosteniendo que su honestidad y sus “estampitas” lo protegerían; por qué su argumentación es tan sorprendentemente escuálida, calumniosa y colmada de vituperios ante la mínima crítica o provocación de sus contrincantes y por qué, exultante, cree que para gobernar bastan estos supuestos atributos: porque padece un manifiesto complejo de inferioridad ante quienes tienen un alto nivel intelectual, académico, crítico y ético, y porque el único ámbito donde se siente protegido es cuando se asume como un pastor grandilocuente que puede guiar hacia el “camino del bien a su rebaño”, que no impugnará sus mentiras ruines y sus oprobiosas dádivas.