Este año cumplió un siglo el nacimiento del modernismo brasileño
Este año cumplió un siglo el nacimiento del modernismo brasileño, una de las vanguardias más estimulantes y atractivas del continente americano, sobre todo por sus consecuencias artísticas en el largo plazo. Resultó fundacional para la gran poesía en lengua portuguesa que se escribió y cantó en Brasil de ahí en adelante.
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Tuvo desde luego impacto en otras artes, pero fue en la poesía donde ejerció sus mayores provocaciones y sus más variados resultados.
Para conmemorar el hito literario, la editorial mexicana Alias, dedicada a las artes y sus teorías, publica un atractivo paquete de cuatro piezas bajo el título Resaca tropical, que incluye las tres piedras fundacionales del modernismo, publicadas en Sao Paulo en la estela de la célebre Semana de Arte Moderno celebrada en febrero de 1922 coincidiendo con el centenario de la independencia de Brasil.
El atractivo paquetito incluye un cartel del Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade, ilustrado por Tarsila do Amaral, con el cual nacería en mayo de 1928 la Revista de Antropofagia; constituye uno de los “manifiestos” más importantes e irreverentes de todas las vanguardias del periodo.
El modernismo del 22 se había adelantado a los surrealistas europeos, a nuestro estridentismo y a otras explosiones artísticas del fecundo periodo posterior a las revoluciones soviética y mexicana, así como a la recomposición de Europa tras su Gran Guerra, donde también destacan el futurismo italiano (que derivaría en parte hacia el fascismo) y el dadaísmo. La versión castellana del Manifiesto y de los dos libros iniciáticos del modernismo, Paulicea desvariada, de Mario de Andrade (1922), y Pau Brasil (también Manifiesto de poesía Pau-Brasil, 1924) de Oswald de Andrade (sin parentesco con Mario), corren a cargo de Rafael Toriz (Xalapa, 1983), quien aporta en cuadernillo aparte el ensayo introductorio “Resaca tropical”.
Nos recuerda que 1922 fue un extraño y extraordinario momento crucial de la literatura moderna (Ulises, de Joyce; La tierra baldía, de Eliot; Trílce, de Vallejo; El banquero anarquista de Pessoa, así como dos obras pioneras del estridentismo mexicano, Andamios interiores, de Manuel Maples Arce, y La señorita Etcétera, de Arqueles Vela).
En la Semana de Arte Moderno en Sao Paulo, que debió ser un encuentro más bien modesto cuya sombra creció con los años y la acumulación creadora de una nueva generación, también participaron, entre otros, quien devendría el compositor más importante de Brasil, Heitor Villa-Lobos, y dos pintoras fundamentales, Tarsila do Amaral y Anita Malfatti.
El modernismo brasileño daría pie a la generación de autores que hizo de Brasil una de las más ricas fuentes de gran poesía en Latinoamérica: el precursor Manuel Bandeira (el “San Juan Bautista del Modernismo” lo llamaron entonces), Cecilia Meireles, Cassiano Ricardo, Raúl Bopp, Ribeiro Cuoto, Guilherme de Almeida, Augusto Meyer y el mencionado par de Andrades.
En los años 30, como ilustra Ángel Crespo en la vasta y bella –y fundamental para su difusión en el ámbito hispánico– Antología de la poesía brasileña (Seix Barral, 1973), los continuarían poetas definitivos como Carlos Drummond de Andrade, Manuel Bandeira, Jorge Lima, Henriqueta Lisboa y el amado trovador Vinicius de Moraes.
Urbe como poema de concreto
Mario de Andrade encarna la iluminación urbana que atraviesa la poesía de entonces (Toriz registra allí al primer Borges), “más cerca del anarquista enamorado que del flaneur ensimismado”, que celebra “nuestra condena prodigiosa a vivir en las ciudades”.
En Paulicea desvariada, la ciudad acontece como “un poema de concreto, acero y multitudes”. Toriz sostiene que “la ciudad latinoamericana fue algo que transformó de manera definitiva nuestra relación con el lenguaje”.
Del mismo modo que los estridentistas mexicanos, como poeta Mario siempre ha sido cuestionado por una parte de la crítica que prefiere su fabulosa novela Macunaíma. Más allá de sus aportaciones referenciales cargadas de audacia, él escribe “en brasileño”, lo cual resulta revolucionario.
Hace “un canto ferozmente carnavalesco, fragmentario, impresionista, atento a los matices callejeros y ejercitando la asociación de imágenes inéditas”.
Irreverente, arrogante y juvenil, arrasa con los viejos parnasianos, los simbolistas, los académicos, los burgueses, los orientalistas convencionales. Triunfa el nihilismo de “Las Juvenilidades Auriverdes” y “Mi locura”, como manifiesta el oratorio profano “Las enfibraturas del Ipiranga”, parodia granguiñolesca que cierra el feroz poemario donde el paisaje delira: “Se bambolean los tranvías como un fuego de artificio, / zapateando en los rieles, / escupiendo agujeros en la tiniebla color cal”.
Por su parte, Oswald de Andrade viene siendo el verdadero autor inaugural del nuevo siglo poético. Una “figura más bien salvaje”, nos dice Toriz. Hizo leer a sus contemporáneos “consignas incendiarias” con “vertiginoso ritmo telegráfico”. Su “antropofagia” marca la tierra artística, selvática y urbana de Brasil, e invita a “creer en las señales” más que en las ideas, “en los instrumentos y las estrellas”.
Siguiendo a Haroldo Campos y César Aira en su faceta de críticos, Toriz dedica a Pau-Brasil algunas líneas de entusiasmo total: “Es un parto luminoso que se disgrega sobre la tierra como una marejada de cocuyos kamikazes recortados ya no sólo contra una ciudad, sino un paisaje terrenal levantado sobre una naturaleza violenta, prehistórica, vastísima y, desde la visión del poeta, moderna, como la misma ciudad que engendra la extraña materia de los poemas.
Pau-Brasil es un libro de belleza criminal, semejante a un balazo a quemarropa a una bestia mitológica que deja entrever, tras el delito, las lenguas agazapadas que laten bajo el portugués brasileño”.
La flamante edición de Alias de estas obras de Mario y Oswald es, o parece, facsimilar. La constituyen piezas que da gusto tener entre las manos y los ojos.