El debate sobre la organización de la IX Cumbre de las Américas ha sido centrada en su tema toral: el presidente Joseph Biden se ha negado a invitar a países cuyos gobiernos no cumplen con los requisitos estadounidenses de democracia; es decir, la Casa Blanca está instaurándose como autoridad extraterritorial para decidir sobre los regímenes de gobierno de otros países que tienen soberanía nacional.
El punto de partida de todo análisis debe centrarse en lo básico: si quien acusa tiene las condiciones propias para cumplir los requisitos exigidos a los demás. Y no, en realidad no: Estados Unidos no es una democracia en términos del discurso de Gettysburg de Lincoln donde definió la igualdad entre las personas sin importar color de la piel –la guerra civil que ganó y el racismo que existe hasta la fecha– y resumió el modelo democrático más sencillo que pasó a formar parte de las teorías de la ciencia política: un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
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Cualquier analista riguroso podría acomodar esta modelo de Lincoln como un gobierno populista, de los que el neoliberalismo estadunidense ha demonizado; es decir, un gobierno para el pueblo. Y existen suficientes elementos para señalar que los gobiernos estadunidenses, republicanos y demócratas, son populistas por naturaleza porque funcionan en relación directa con la búsqueda del bienestar del pueblo.
Obama quiso imponer los servicios de salud gratuitos para todo el pueblo, Biden ha regalado dinero en efectivo a los pobres para mantener la demanda en los tiempos recesivos de pandemia, Bush inició guerras en Irak y Afganistán para defender a los estadunidenses del terrorismo radical musulmán, incluyendo el derrocamiento de gobiernos que pudieran ser un peligro para el régimen estadunidense. Trump regresó a la centralidad estadunidense del pueblo para modificar las reglas militares del juego y para obligar a México a revisar el Tratado.
El problema de Biden en función de la Cumbre de las Américas estuvo en la facultad superior e imperial para determinar quién sí es y quién no es gobierno democrático. Durante más de medio siglo la Casa Blanca conspiró para intentar el derrocamiento de los gobiernos de los hermanos Castro en función de las reglas del autodenominado “mundo libre”, una decisión que nada tiene en lo absoluto que ver con un gobierno que pregona la democracia.
Las Cumbres de las Américas no nacieron para crear una oficina estadunidense de regulación de regímenes políticos de otras naciones, sino para establecer un diálogo entre Estados, independientemente de su forma de gobierno. Varios países latinoamericanos pueden negarse a mantener relaciones con Estados Unidos por considerarlo un país imperialista. Obama decidió establecer relaciones diplomáticas con Cuba en diciembre de 2014 sin calificar su régimen político; es más, a sabiendas de que Cuba es un país marxista-leninista con prácticas políticas diferentes a las capitalistas.
De mantener el criterio estadunidense de Biden, entonces la Casa Blanca se coinvertiría en un organismo supranacional para certificar los regímenes políticos y de gobierno de los países de la región al sur del Río Bravo. Y, en consecuencia, los organismos electorales y gobiernos tendrían que buscar el beneplácito estadunidense para funcionar y hasta para existir. En términos estrictos, los países latinoamericanos y caribeños quedarían en meras colonias del imperio central en Washington.
Sea cual sea la conclusión del affaire de la IX Cumbre por las protestas de México, Bolivia, Argentina y Cuba, el modelo de la Cumbre de las Américas feneció por los comportamientos imperiales de la Casa Blanca de Biden.
Y el mensaje de largo plazo quedó muy claro: el presidente demócrata Joseph Biden dinamitó los puentes de comunicación política y geoestrategia a con los países al sur del Río Bravo, con la circunstancia agravante de que sus críticas a ciertos regímenes políticos no ayudarán a democratizar naciones sino que contribuirán a reforzar los acuerdos elitistas de endurecimiento frente al acoso americano. La propia IX Cumbre perdió razón de ser, aún si México y otras naciones, acuden bajo protesta con sus jefes de Estado o envían representantes de menor nivel.
Lo grave de asunto ha sido que Biden, un presidente demócrata que fue vicepresidente del liberal Barack Obama, resultó más imperialista que los republicanos Reagan, Bush Jr. y Trump. El modelo de Biden de exigencia democrática a otros países es el mismo que provocó la intervención militar de la Casa Blanca en Corea, Vietnam, Irak y Afganistán, esas guerras ideológicas que fueron perdidas por Estados Unidos por ignorar las decisiones de los pueblos locales.
Lo que Biden no ha entendido es el papel de EU como anfitrión de una reunión de países organizados en el mecanismo de las Cumbres de las Américas.
En este sentido, hubiera sido mejor cancelar la reunión y no introducir, en un momento geopolítico delicado para EU por los efectos de nuevo equilibrio político-militar del mundo por la guerra en Ucrania, un factor de inestabilidad en su zona inmediata de seguridad nacional. Y, por si faltara otra falla de sensibilidad política de Biden, se confrontó con el presidente de su vecino del sur con el que tiene un acuerdo comercial de integración y quien le representa una de las puertas migratorias más conflictivas del mundo.
Biden ha restaurado el modelo de exclusión ideológica de la guerra fría 1947-1991, pero en circunstancias de debilidad comercial, económica, militar y geopolítica que la que existió en aquella época. Y por si fuera poco, los espacios de gobierno de Biden serán solo de cuatro años por razones de edad, dejando una herencia favorable a los republicanos y enredada para los demócratas.
El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
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