Juegos de guerra: la izquierda en México y la guerra fría

Carlos Ramirez

De manera inopinada, legisladores mexicanos de diferentes partidos crearon el Grupo de Amistad México-Rusia y provocaron las primeras quejas, tensiones y presiones de Estados Unidos sobre el gobierno mexicano y su política exterior.

El presidente López Obrador autorizó que la cancillería mexicana criticara la invasión rusa a Ucrania, pero se ha negado a avalar las sanciones decretadas por el gobierno estadunidense.

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La guerra de Ucrania atrapó a México en una circunstancia de política exterior pasiva.

Los temas de la agenda diplomática mexicana se agotan en los problemas propios de la relación bilateral con Estados Unidos, aunque con una tibia participación en conflictos regionales.

Sin modelo programático, México hizo los intentos el año pasado de crear una organización de integración regional que sustituyera a la Organización de Estados Americanos, actualmente bajo el dominio estadounidense.

Los efectos geopolíticos de la guerra en Ucrania están replanteando las relaciones estratégicas entre Estados Unidos y México, en medio de una agenda dominada por la crisis migratoria en la frontera, el activismo de las organizaciones criminales trasnacionales y las decisiones económicas que están regresando a la preponderancia del Estado cuando menos en materia eléctrica por encima de lo pactado en el Tratado de Comercio Libre.

La creación del grupo de amistad México-Rusia promovida por legisladores de la coalición gobernante Morena-Partido del Trabajo y algunos veteranos políticos del PRI provocó la presión intervencionista del embajador estadounidense Ken Salazar y la afirmación del jefe del Comando Norte del Pentágono de que espías rusos estaban en México.

La configuración de este grupo de amistad no garantiza ninguna influencia política importante al interior de México, pero abrió la preocupación estadounidense respecto al papel no intervencionista del gobierno mexicano en el conflicto Rusia-Ucrania.

En todo caso, este grupo de amistad dejó entrever la lejana posibilidad de que la guerra en la zona euroasiática pudiera tener efectos de reorganización ideológica al interior de México.

El punto de referencia es histórico: la victoria de la revolución cubana en 1959 produjo la fracasada invasión contrarrevolucionaria en Playa Girón en 1961, la definición marxista-leninista del gobierno de Fidel Castro y el tropiezo de la diplomacia estadounidense en 1962 cuando ordenó a la OEA que todos los países de la región rompieran relaciones diplomáticas con La Habana y México se negó a cumplir con esa orden.

La revolución cubana en el período 1955-1968 tuvo una enorme importancia en el equilibrio político mexicano ya en proceso de inclinación hacia el conservadurismo.

A finales de junio de 1960 el presidente López Mateos realizó el último jalón progresista del régimen con una declaración que polarizó el precario equilibrio hidrológico nacional: “mi gobierno es, dentro de la Constitución, de extrema izquierda”.

La izquierda institucional potenciada por el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) encontró en la revolución cubana un regreso al activismo político.

La administración del presidente López Mateos utilizó a Cuba –como hoy podría repetirse el fenómeno con López Obrador y Ucrania– como un espacio de autonomía relativa frente a la dureza ideológica conservadora de la Casa Blanca.

En los años sesenta, el expresidente Cárdenas había creado un movimiento nacional de apoyo a Cuba bajo el nombre de Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y logró la coalición entre la izquierda cardenista, la izquierda priísta y la izquierda comunista que tenían, todas, sólidas bases en el gobierno, en los partidos, en el Congreso, en las universidades y en los medios de comunicación.

En este sentido, la revolución cubana –como lo explica la investigadora en su ensayo icónico México y la revolución cubana, publicado por El Colegio de México de 1972– se convirtió en un factor de cohesión de la izquierda mexicana, aunque se trataba de los tiempos en que el castrismo tenía enorme influencia en América Latina.

El temor de algunos grupos conservadores es que la crisis Rusia-Ucrania pueda servir de factor de reaglutinamiento de la izquierda mexicana que desapareció en 1989 con la disolución del Partido Comunista Mexicano y la fundación del Partido de la Revolución Democrática, hechos que liquidaron a la izquierda socialista y marxista y le dejaron a la izquierda el indefinible espacio populista.

La crítica estadounidense al nacimiento del grupo de amistad México-Rusia fue el primer aviso de que la crisis euroasiática podría influir un poco en la reconfiguración del mapa ideológico de México y pudiera permitir la reconstrucción de una izquierda marxista desaparecida hace más de treinta años.

Y en caso de que sea imposible el renacimiento de una izquierda socialista, Estados Unidos dejó entrever su preocupación de que el gobierno mexicano regrese a su autonomía de política exterior que suele estar en contra de los enfoques imperiales estadounidenses.

Por lo pronto, la política exterior del presidente López Obrador es contraria a los elementos de expansión imperial de Estados Unidos y podría ser el factor dinamizador para que el grupo de amistad México-Rusia en el Congreso juegue un papel importante que sea utilizado por el gobierno mexicano para evitar un alineamiento radical a los intereses de Washington.

La vieja Unión Soviética estuvo vinculada de manera muy estrecha a la izquierda marxista mexicana e inclusive multiplicó la capacitación ideológica de estudiantes mexicanos en universidades de Moscú, además de entrenamiento guerrillero clandestino.

Putin no es Fidel Castro de 1962, pero puede servir de pretexto para reaglutinar la izquierda mexicana socialista que pareció haber desaparecido del mapa ideológico después de 1989.

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