La izquierda y la guerra fría México ante Ucrania

Carlos Ramirez

La creación apresurada y sin filtros de un grupo de amistad México-Rusia desconcertó las previsiones de la embajada de Estados Unidos y del Comando Norte del Pentágono, evitó que la Casa Blanca convirtiera la diplomacia mexicana en una posición sumisa y, con todas sus contradicciones y limitaciones, pudo haber reforzado las precarias bases de un nacionalismo de resistencia ante el expansionismo imperial de Washington.

Se podrá objetar la calidad de las figuras que conformaron es un nuevo grupo político, pero su existencia a nivel legislativo pudiera ser un obstáculo ante la política de reconstrucción de la hegemonía bélica de Estados Unidos. En la embajada estadounidense en México sí le dieron una lectura estratégica a ese grupo de amistad y el embajador Ken Salazar recordó los excesos intervencionistas del nefasto embajador John Gavin en 1985.

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La guerra en Ucrania está teniendo una lectura estratégica unidireccional a favor de los intereses de dominación de Estados Unidos: arrinconar a la Federación de Rusia y a China con un nuevo y simbólico muro de Berlín justo en la frontera de Rusia con países que formaron parte de las repúblicas socialistas soviéticas y que fueron ya absorbidos por las doctrinas de seguridad nacional de la Casa Blanca y el capitalismo.

El presidente Joseph Biden autorizó presiones sobre México en la coyuntura de la guerra en Ucrania para fortalecer el dominio estadounidense en toda la zona al sur del río Bravo. México no ha sabido aprovechar su posición privilegiada como miembro del Consejo de Seguridad de la ONU y el embajador Juan Ramón de la Fuente se mueve en los escenarios estratégicos de los intereses estadounidenses, sin intentar siquiera una nueva lectura geopolítica de los acontecimientos en la sensible zona euroasiática.

México ha sabido utilizar su posición estratégica en disputas ideológicas estadounidenses para obtener una limitada –aunque importante– autonomía relativa de la geopolítica de seguridad nacional de EU: en 1962, México se negó a romper relaciones diplomáticas con Cuba, a pesar de que el Departamento de Estado le había ordenado a los países de la OEA la expulsión de la isla castrista del organismo regional.

Las circunstancias no se reproducen en los procesos históricos: la Rusia de Putin no es la Cuba revolucionaria de Fidel Castro, pero el escenario estratégico sí mantiene una continuidad. De 1962 a 1982, la relación diplomática de México con Cuba fue una de las grandes victorias de la izquierda priísta y de la izquierda socialista para evitar la absorción totalizadora de México por parte de los intereses estadounidenses.

La investigadora Olga Pellicer publicó en 1972 un ensayo titulado México y la Revolución Cubana (edición de El Colegio de México) en el que indaga el papel importante que jugó el espectro de izquierda en una de las definiciones básicas del nacionalismo mexicano del siglo XX, destacando la influencia importante del expresidente Lázaro Cárdenas la construcción de un bloque de apoyo a la revolución cubana frente al acoso desestabilizador de la Casa Blanca.
Se trató de la izquierda priísta y de la izquierda socialista sindicalista que mantenía influencia de poder en la sociedad mexicana, sobre todo por la imagen simbólica de Fidel Castro como el líder guerrillero que había derrotado a los Estados Unidos en la invasión contrarrevolucionaria de 1961 en Bahía de Cochinos.

La diplomacia mexicana de entonces mantenía un resguardo importante de las tradiciones progresistas posrevolucionaria y la izquierda priísta jugaba un papel importante de equilibrio ante la fase conservadora que había tomado el país. El presidente López Mateos articuló una política nacional de Estado y una política exterior de enfoques nacionalistas. El 30 de junio de 1960, López Mateos hizo una afirmación que fue clave en la consolidación de su régimen progresista: “mi gobierno es, dentro de la Constitución, de extrema izquierda”. Basado en esos principios, López Mateos se negó a romper relaciones diplomáticas con Cuba y definió el orgullo de la autonomía diplomática frente a los intereses expansionistas imperiales de Estados Unidos.

La guerra de Ucrania no reproduce automático dos escenarios de 1962, ni el presidente Putin es un socialista como Fidel Castro en aquellos años, pero, con todo y sus contradicciones capitalistas y oligárquicas, la Federación de Rusia y China representan el último equilibrio estratégico del mundo para evitar la reconsolidación del dominio absoluto capitalista de Estados Unidos como el poder unipolar en el planeta.

Los grupos progresistas en el Congreso tienen la oportunidad de construir un bloque político que consolide la autonomía diplomática de México frente al expansionismo militar –ahora usando a Ucrania para sacar las castañas del fuego con la mano del gato– de la Casa Blanca que está reproduciendo en la OTAN una estructura similar al Pentágono estadounidense, buscando arrinconar a Rusia y a China a un espacio geopolítico no estadounidense.
Y si bien existen las evidencias de que en México no existe una sólida izquierda socialista y ni siquiera un progresismo como el priísta de los años sesenta, es más importante que nunca que cuando menos se construyan grupos de amistad que rompan con el enfoque conservador estadounidense.

La estrategia diplomática debe ser más mexicana que rusa, aunque utilizando la crisis Rusia-Ucrania como un pretexto para impedir la subordinación de la política exterior de México a los intereses imperiales de la Casa Blanca. Los grupos de amistad de México con países no estadounidenses jugaran un contrapeso interno en la subordinación diplomática que se ha tenido que aceptar en el escenario de la vigencia del Tratado de Comercio libre con Estados Unidos.
Como en 1962, la diplomacia mexicana se debe rebelar a los designios imperiales de Washington.

El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.

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