Un auténtico salto al pasado

Desde 1964 bajo el régimen de Gustavo Díaz Ordaz se expidió la ley Federal de Radio y Televisión.
Jalil Chalita

Desde 1964 bajo el régimen de Gustavo Díaz Ordaz se expidió la ley Federal de Radio y Televisión, que regía el contenido de las transmisiones de radio y televisión en el país.

En la misma ley se determinaban sanciones tanto para locutores, como para concesionarios de radio y televisión sin dicha ley se llegaba a violar en alguna de sus partes.

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Inclusive ninguna persona que no estuviese autorizada o que no estuviera supervisada y avalada por alguna autoridad autorizada podía tener acceso libre a los micrófonos de radio y televisión.

Pero es durante la última comida que la Cámara de la industria de radio y televisión ofreció al presidente Carlos Salinas de Gortari que los empresarios le solicitaron derogar casi en su totalidad dicha ley para poder tener acceso libre a los micrófonos de las cámaras de radio y televisión.

Y el presidente Carlos Salinas se los concedió; a partir de entonces cualquier persona puede tener acceso a los micrófonos de cualquier estación de radio y de televisión.

Pero las circunstancias en este sexenio han cambiado:

Recientemente la Suprema Corte de Justicia declaró inconstitucional la reforma a la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión que derogó los Lineamientos sobre Derechos de las Audiencias en 2017 establecidos por el IFT.

Esto implica que estaciones de radio y televisión están obligadas a diferenciar explícitamente si lo que están transmitiendo en sus contenidos es opinión o información pura y dura.

Esta disposición choca con la realidad cotidiana.

La información objetiva supone una verdad comprobada, lo que no siempre es así, puesto que cifras falsas o hechos alterados son difundidos como reales, y las opiniones se entremezclan con los eventos que se presentan a la sociedad en los programas noticiosos.

Cortar de tajo esta complejidad informativa nos llevaría a producir noticieros al estilo totalitario donde únicamente se menciona el hecho ocurrido, y la opinión queda relegada a una especie de propaganda fácilmente cuestionable.

En el fondo de lo que se trata es de anular toda forma de crítica ante la imposibilidad de conectar los datos duros con la interpretación de los mismos.

Las líneas editoriales quedarían reducidas a “opiniones” carentes de validez, puesto que no se les catalogaría como expresiones sostenidas en hechos realmente ocurridos, sino en “reflexiones” personales del comentarista.

En todo caso regresaríamos a los programas informativos de los años 60’s y 70’s del siglo pasado, donde un locutor leía de forma pausada la noticia sin mayor análisis ni expresión, a menos que una orden superior le ordenara condenar o elogiar a determinada persona o evento.

Además, y quizá la parte más peligrosa de esta resolución, es la posibilidad de proceder legalmente en contra de periodistas o empresarios del medio, por el hecho de difundir contenidos que la autoridad considere opinión, y hayan sido presentados como información.

Mientras que delitos como la difamación o la difusión de mensajes que incitan al odio y a la violencia pasan inadvertidos para las autoridades que supervisan a los medios de comunicación, esta disposición permitirá a funcionarios públicos enfrentar a periodistas no en el terreno del debate y la réplica, sino en el de la amenaza y la persecución.

La calidad de un informativo se basa en su capacidad de dar voz a la mayor parte de los actores políticos y sociales, y al reconocimiento del auditorio por su profesionalismo y análisis serio.

Pretender hacer del periodismo propaganda gubernamental, es dirigirnos al pasado autoritario del que salimos no hace mucho tiempo.

O sea que es dar un auténtico salto al pasado.