Las manifestaciones feministas han levantado polémica. Y esto es, en alguna medida, un alivio: si hay polémica no existe, por lo menos, olvido; han puesto el dedo en la llaga sobre un tema que silenciamos. Una sociedad que no se inmuta ante las injusticias, así sean tan monstruosamente cotidianas, es una sociedad adocenada y desahuciada. Es preferible polemizar sobre la efectividad o conveniencia de su actividad política, que lamentar el mutismo o la indiferencia de las mujeres. Y al decir “polemizar” no me refiero a subestimar desde la oprobiosa trinchera del escarnio o de la descalificación. Resulta desolador leer las opiniones vertidas en redes sociales ante las manifestaciones feministas (incluidas las no “violentas”). Si alguien aún no creía que estas movilizaciones partían de clamores reales ñ, al aquilatar las ofensas, la burla, la estúpida ridiculización o el menosprecio hacia ellas, no hay lugar a dudas: la misoginia y el machismo están arraigadas profundamente en la cultura contemporánea.
Podemos culpar con justicia a la cultura burguesa de no desterrar este pasado; lo heredó y lo hizo más sofisticado; en la época del consumismo desmedido, lo superficial es todo y en este sentido las empresas, a través de la agobiante publicidad de sus mercancías promueven intensamente la cosificación de la mujer al reducirla a su mera apariencia física, al presentarla como un objeto de ornato de sus productos. Esta visión permea no sólo en lo tocante a la publicidad, se halla inserta en varios sacrosantos valores culturales. No se equivoca quien dice que el ideario sentimental proyectado en los cursis dramas televisivos parcializa el potencial de la mujer: impulsar la aspiración de realizarse únicamente en la construcción de un hogar, le coarta un sinfín de posibilidades, la condena, en la mayoría de las ocasiones, a ser un mero apéndice del marido. Para nadie es un secreto: las ideas dominantes de la burguesía siempre han denigrado a la mujer.
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Aunado a ello, el feminismo nos recuerda lo inoperante de las instituciones que imparten justicia en nuestros días, están infestadas de corrupción y, por tanto, de impunidad. Una sociedad económicamente inequitativa nunca podrá engendrar un estado de derecho plenamente democrático; dicho en otras palabras: la justicia tiene inclinaciones abiertamente pronunciadas hacia las necesidades de unos cuantos, los poderosos; y no es peregrino afirmar que la forma de actuar, de los encargados de procurar justicia, tiene impregnada aquella misoginia.
Y es claro decir que estas ideas medievales que consideran a la mujer implícita o abiertamente como un ser inferior son practicadas (repetidas) por el resto de las clases dominadas; no sólo eso, sino que son concepciones defendidas a ultranza, incluidas por las propias mujeres; de ahí el encono que despierte la protesta femenina. Esta animadversión crece aún más por su heterodoxa forma de manifestarse: protestas plagadas de desnudos, atípicos performance, himnos, bailes y últimamente “vandalizar” edificios privados y públicos. Al respecto, creo justo asegurar que ese pacifismo que se le antepone, en palabras de un pensador contemporáneo, es más bien hipócrita, unilateral y superficial. La paz social a veces es burda apariencia. Algunos recuerdan la paz de la sociedad porfirista como ejemplar, pero olvidan que este orden se logró a costa del sometimiento y de la violencia cotidiana ejercida sobre los sectores oprimidos, campesinos, peones y obreros, es decir esa paz emergió por el flagelo y la represión. Si el feminismo hoy grita fuerte es por los años de deleznable impunidad. El grito feminista es desmedido porque es espontáneo; pero toda indignación es explosiva, irrumpe ante la contención obligada, es un estallido de hartazgo.
Con todo, es legítimo el reclamo: a la par que es necesario un cambio cultural también debe desaparecer la impunidad de los feminicidios. Y esta exigencia debe cumplirla la mal llamada Cuarta transformación. No vale justificar sus nulos resultados por la supuesta novatez o por el corto periodo que llevan al frente del poder. Y no vale, porque no estamos ante una clase política nueva. Debemos recordar que Morena nació de un reciclaje de actores políticos hijos del “viejo régimen”. Alegan que la complejidad del problema es heredada y les demanda más tiempo para poder cambiarlo. Es ecuánime responder que ellos mismos se encargaron de levantar las expectativas de cambio, se decían plenamente conscientes y capaces ante lo que se enfrentaban.
Esta violencia creciente ratifica que no estamos ante una transformación política progresista y que lamentablemente el fenómeno aún está lejos de acabar. De ahí la importancia de un feminismo fortalecido y permanente; sólo el respaldo popular y no el sectario le garantizará mayor contundencia; por eso debe estar abierto a la alianza con otros movimientos. Por una razón importante: los grandes cambios culturales y políticos son resultado de un poderoso esfuerzo colectivo.