La revocación, va

Existen mecanismos para consultar directamente al electorado sobre ciertos temas.

Desde las primeras veces en que los políticos promovieron en México la revocación de mandato, como si se tratara de un instrumento extraordinario para aumentar el poder de la soberanía popular, se sintió el tufillo populista que suele acompañar los alegatos en favor de mayor injerencia directa de los votantes en la política.

Más allá de la polémica en torno al proceso actual de revocación de mandato, impulsado de manera delirante por quienes quieren que el Presidente no sea revocado sino ratificado plebiscitariamente, la reflexión se refiere a la figura jurídica misma, añadida recientemente al texto constitucional como resultado de una oleada a favor de los mecanismos llamados de democracia directa.

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Desde luego que existen mecanismos para consultar directamente al electorado sobre ciertos temas y el referendo puede ser especialmente útil para dotar de legitimidad a los arreglos constitucionales o a ciertas medidas legales; la iniciativa popular puede servir para llevar a la agenda legislativa asuntos despreciados por los partidos, pero que cobran relevancia entre grupos de opinión o de presión.

También las consultas sobre temas locales pueden ser muy útiles para acercar la gestión municipal a la ciudadanía.

Sin embargo, la revocación de mandato me parece no solo problemática sino peligrosa si no se le regula con mucha prudencia, cosa que no ocurrió en el caso de la reciente reforma constitucional mexicana.
Una característica de los regímenes presidenciales es el período fijo para el que son elegidos los jefes del poder ejecutivo.

En efecto, se pueden dar situaciones en las que un Presidente pierda el respaldo popular y su gobierno se enfrente a situaciones de ingobernabilidad por protestas sociales o por el rechazo abierto de importantes grupos de intereses que requieran un relevo, ya sea por corrupción evidente o por inepcia.

También puede ocurrir que la Presidencia se vea abiertamente enfrentada al Congreso y sin capacidad alguna para sacar sus presupuestos o avanzar iniciativas sustanciales para su programa de gobierno.

En el segundo caso no son infrecuentes los procesos de destitución parlamentaria, como ocurrió en Brasil con Dilma Rousseff o una y otra vez en Perú en los últimos tiempos.

En cambio, los procesos de revocación son mucho menos comunes y, cuando se dan, suelen ocurrir en los niveles locales.

La revocación de un Presidente es un asunto grave: genera incertidumbre anticipada en el gobierno y deja vacíos de poder con sus corolarios de disputas políticas sin una canalización electoral inmediata.

En el diseño mexicano, la revocación ocurriría poco más de dos años antes de la siguiente elección presidencial; el nombramiento del Presidente sustituto para concluir el mandato sería por apenas un tercio del mandato normal del Jefe del Ejecutivo, con lo que el horizonte temporal de su gobierno sería muy breve, apenas dedicado a cerrar proyectos, sin posibilidad de una estrategia de mediano o largo plazo.

Sin posibilidad de mantenerse en el cargo, el sustituto no tendría perspectiva de futuro y su gestión sería un tiempo perdido para impulsar una agenda relevante.

El país entraría en un impasse, con las campañas por la sucesión adelantadas.

Además, de acuerdo con las reglas actuales, una consulta de revocación de mandato podría ser ganada por una coalición opositora que se coludiere para sacar a un Presidente electo por una mayoría relativa, digamos que del 35 por ciento de los votos.

Con el sistema de botín existente en México, donde el empleo público y el presupuesto se reparten entre las camarillas de los que controlan los gobiernos, los dos años de la presidencia sustituta serían un desastre administrativo, en los que todos estarían buscando la manera de aprovechar al máximo su tajada de poder en un lapso muy corto.

También puede ocurrir, como está ocurriendo, que el Presidente en turno busque una suerte de legitimación plebiscitara de su popularidad para justificar su proceso de desmantelamiento del orden constitucional previo y de concentración de poder personal.

Una suerte de supuesto espaldarazo para su enaltecimiento porfiriano.

De otra manera no se explica el capricho presidencial, que va adquiriendo tono de farsa cuando dice que, si el INE no puede organizar la consulta, entonces la haga el pueblo, con lo que perdería todo carácter constitucional.

La última ocurrencia fue que mejor se haga una encuesta.

Desde luego que los arreglos políticos deben contar con mecanismos para liquidar a los gobiernos fallidos, pero los regímenes presidenciales son menos flexibles para superar las confrontaciones políticas anticipadas.

Si lo que queremos es un gobierno sujeto a la revocación, entonces mejor diseñemos un régimen parlamentario, con mecanismos de moción de censura y de elecciones anticipadas, con un Presidente inamovible por seis años, pero que sea Jefe de Estado, sin responsabilidad presupuestaria.

Lamentablemente, en la cabeza de los promotores de la revocación de mandato no estaba ni la rendición de cuentas ni la eficiencia del arreglo institucional, sino el objetivo a corto plazo de someter al santón (como dijo Solalinde) a otro baño de votos.

¿Cuál es su objetivo más allá de satisfacer su ego?

Porque si de verdad ha leído historia de México y la ha entendido, aquí lo que no se vale es mantenerse en el poder más de seis años, así que ese nuevo baño de respaldo popular se evaporará en el momento en que deje la Presidencia de la República, lo que irreductiblemente ocurrirá el 30 de septiembre de 2024.