Para un tema tan delicado como la salvación de la democracia en Estados Unidos, en América, en el planeta y en todo el universo y la galaxia habrá que hacer una pequeñísima aclaración: la democracia no es una forma de gobierno, sino el procedimiento para poner y quitar gobernantes basado en la participación libre de todos los ciudadanos.
En este sentido la principal objeción contra el papel del Biden como héroe Marvel del universo de la democracia tendría un pecado original: en Estados Unidos el presidente de la nación es electo por el voto de 538 personas y no por los más de 230 millones de ciudadanos inscritos en el padrón electoral.
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Donald Trump, por ejemplo, ganó la Casa Blanca con 304 votos electorales, aunque perdió la votación popular con casi tres millones de votos menos que la candidata demócrata Hillary Clinton.
La campaña presidencial de Biden se centró en el compromiso de los 538 electores que decidirían su victoria y su derrota, sin preocuparse mucho por el voto popular.
En términos teóricos la democracia electoral, que es la esencia del modelo democrático que viene desde los griegos clásicos, no existe en Estados Unidos y por lo tanto el jefe del Estado estadounidense le debe su cargo a una élite electoral manipulable.
En un contraste irónico puede decirse que los presidentes de Nicaragua, Venezuela y Cuba pueden acreditar una base electoral democrática por ser resultado de votos constantes y sonantes, aunque en Nicaragua todos los opositores hayan sido exiliados o encarcelados.
Los presidentes de China, Rusia e Irán también pueden acreditar democracia procedimental funcional, con tintes autoritarios particulares como los que existen en Estados Unidos, donde ahora mismo existe una corriente político-institucional para cerrarle las puertas democráticas al expresidente Donald Trump como precandidato republicano a la presidencia en 2024.
Nadie, ni menos la ONU, le ha conferido a Estados Unidos la titularidad supranacional y extraterritorial de convertirse en la autoridad planetaria de la democracia, como se presentó el presidente Joseph Biden la semana pasada en su desangelada Cumbre por la Democracia que reunió a casi cien jefes de Estado y de gobierno del planeta, incluyendo algunos de dudosa votación electoral y excluyendo a otros por razones políticas antidemocráticas.
El presidente mexicano López Obrador declinó asistir –ni siquiera vía internet– y no permitió que su canciller participara en el circo democrático, autorizando solo a su embajador en Washington a pasar lista obligada de presente.
La democracia puede ser el sucedáneo del terrorismo como factor del liderazgo político de la Casa Blanca, luego de que el comunismo quedó derrotado con la desaparición del poder de la Unión Soviética en 1989-1991.
En los últimos años Washington ha sobrevendido la amenaza rusa, china, norcoreana e iraní contra la democracia norteamericana que se asume como defensa del capitalismo mundial.
En Iberoamérica existe un resentimiento histórico contra el papel autogestionado de Estados Unidos como el ángel de la democracia: en nombre de los intereses estadounidenses, la Casa Blanca ha invadido con tropas otras naciones, ha derrocado gobiernos electos de manera democrática como el chileno de Salvador Allende en 1973, ha patrocinado otros golpes de Estado para favorecer a las compañías americanas que controlan recursos naturales y le quitó en 1846 a México la mitad del territorio, sin dejar de recordar los estudios e investigaciones que han revelado que la expansión territorial de los colonos estadounidenses hacia el oeste asesinó a diez millones de indios que se oponían al modelo agropecuario capitalista.
Ahora mismo las instituciones de la “democracia” estadounidense están siendo cuestionadas en materia de racismo contra comunidades afroamericanas y contra migrantes hispanos por comportamientos segregacionistas que han sido producto de conductas raciales y no de exabruptos menores.
Los resultados de la Cumbre por la Democracia fueron intangibles y se quedaron en los espacios de la demagogia, aunque con preocupación de que Estados Unidos pueda convertirse en una oficina de certificación de la democracia en otros países, cuando se tienen evidencias de que la democracia estadounidense comienza y se agota en la explotación capitalista de la economía.
La bandera de la democracia aparece en el escenario estratégico de una ola de países con gobiernos populistas que se han colocado a la mitad del camino entre el capitalismo tradicional expoliador y el estatismo con políticas sociales de subsidios improductivos a la pobreza.
En el fondo, la Cumbre de Biden no es más que otro instrumento de control político de Estados Unidos sobre los modelos de gobierno en el mundo; por ello no es extraño que los adversarios ideológicos de Estados Unidos sean tachados de antidemocráticos, cuando en realidad representan un modelo de economía de Estado no propiamente comunista sino asistencialista.
El debate real en Iberoamérica no se está dando en términos de dictadura-democracia, sino en el aspecto de formas de gobierno basado en leyes e instituciones de tradición republicana, también reflexionadas desde Platón y Aristóteles como las formas ideales de gobierno.
En términos estrictos, Estados Unidos no es una república democrática sino un gobierno de corporaciones dominadas por grupos del complejo militar-industrial-cibernético-corporativo-espionaje que define la democracia como explotación del prójimo y la acumulación privada de capital. El verdadero centro de poder no está en el Capitolio, sino en Wall Street.
Por vacaciones de fin de año, Indicador Político tomará dos semanas de descanso y regresará el lunes 3 de enero de 2022. Feliz navidad y un año 2022 mejor que 2021.
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