Segunda y Última Parte.
De este complejo entramado de relaciones sociales surge inevitablemente la concentración de la riqueza, la desigualdad, la pobreza y todas las lacras consustanciales a ella, incluida la corrupción. Contra lo que AMLO sostiene, la corrupción no es causa sino efecto de la desigualdad y la pobreza.
Este planteamiento del problema no es nuevo ni original del presidente; es algo muy antiguo, que puede rastrearse fácilmente incluso en las primeras culturas de la humanidad.
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Por ejemplo, no es raro leer que la decadencia y ruina del imperio romano se debió a la corrupción imperante en su seno.
Ahora mismo, hay un movimiento universal que busca curar y perpetuar el capitalismo mundial mediante el combate a la corrupción.
La longevidad y universalidad de este quid pro quo se explican porque resulta muy eficaz para ocultar y mantener intocada la verdadera causa de la pobreza: el obsceno enriquecimiento de unos cuantos a costa de la explotación de la gran mayoría.
Al seguir esta ruta, el reto vital de López Obrador es crear o descubrir un aparato a prueba de la corrupción que genera el ejercicio del poder del Estado, y cree haberlo encontrado en el Ejército.
La segunda causa es que AMLO ve claro que la gran masa amorfa de sus pensionados es incapaz de resistir una ofensiva de los “conservadores” y de la “mafia del poder” en contra de su 4T.
Esa masa, movida por la gratitud, está dispuesta a darle su voto sin condiciones, pero no podría, aunque quisiera, librar una batalla frontal, ni siquiera en defensa de su raquítica pensión.
Por otro lado, también ve claro que MORENA no es el instrumento adecuado para educar, organizar y movilizar al pueblo, tarea que exige abnegación, entrega, laboriosidad, disciplina y férrea convicción de principios, nada de lo cual caracteriza a su movimiento. En estas condiciones, no tiene discusión la superioridad del Ejército en la lucha contra los enemigos.
La tercera causa es que, al asumir el poder, se dio cuenta de que la vieja burocracia del Estado que ha manejado la cosa pública desde siempre, no cambiará al influjo de su ejemplo de rectitud, honradez y austeridad franciscana, como lo creyó y difundió durante todas sus campañas por la presidencia.
Sabe que la corrupción crece y florece a su alrededor a pesar de sus sermones mañaneros, del innegable éxito de sus “shows” anticorrupción, como mostrar el interior de Los Pinos o el del avión presidencial, y sus agotadores viajes por tierra o con boleto de tercera en aviones comerciales. Y que nada la detendrá.
Hay una única salida, que es la que formuló Marx en su momento: derruir hasta sus cimientos el viejo Estado y construir en su lugar el nuevo Estado de la honradez y la honestidad valiente. Pero, ¿con qué elementos construirlo? ¿De dónde sacar los miles de hombres y mujeres incorruptibles que hacen falta? De las masas revolucionarias y del partido que las encabeza, dijo Lenin; pero AMLO no cuenta con ninguna de las dos cosas, como vimos, por lo que esa salida queda fuera de su alcance. Por tanto, en lugar del partido de nuevo tipo, ha decidido colocar al Ejército.
Para el presidente, la educación, la organización y la disciplina militar han blindado a las fuerzas armadas contra la ambición de poder y contra la corrupción, y lo han convertido en modelo de honradez, austeridad y eficacia operativa.
Gracias a tales virtudes, resulta más que idóneo para garantizar la continuidad de su lucha contra la corrupción, quien quiera que sea su sucesor, siempre que se le otorguen los poderes legales, económicos y políticos necesarios: puede compensar con ventaja la ausencia de masas organizadas y conscientes; puede suplir al partido revolucionario y superar la corrupción e ineficiencia de la vieja burocracia.
En una palabra, puede reemplazar con ventajas al Estado tradicional. Para el presidente, la lealtad del Ejército no es problema: su origen eminentemente popular (“es pueblo uniformado”), su ausencia de ambiciones políticas y su sentido del deber con la patria y con el pueblo, lo ponen a cubierto de cualquier traición o desviación y, para colmo de bondades, no necesita construirse: ya está ahí, listo para actuar.
Eso pienso yo, aunque puedo estar equivocado. No creo que López Obrador persiga una tiranía militar sino una maquinaria sólida y eficiente que le garantice la continuidad triunfante de su 4T.
Eso no significa que no pueda terminar alimentando una dictadura castrense. No olvidemos que lo mismo pensó Madero cuando llamó a sus seguidores a fundirse con el ejército porfirista porque, derrotado el dictador, no había vencedores ni vencidos y todos eran soldados de la patria; y cuando confió la custodia de su gobierno al chacal Victoriano Huerta; que lo mismo o muy parecido pensó y dijo el presidente Salvador Allende cuando confió en Pinochet.
Hasta Mao Zedong, un genio de la revolución y de la estrategia política, confió en el Ejército Popular de Liberación (EPL), encabezado por Lin Piao, para sustituir al Partido Comunista Chino, dominado por la derecha restauradora, difundir el culto a su liderazgo personal que creía necesario y llevar a cabo la “Gran Revolución Cultural”.
Los tres grandes mencionados se equivocaron; y si algo semejante ocurriera en México, la tragedia que se abatiría sobre el país sería sencillamente inmensa. Pero la culpa no sería del Ejército, sino de quien lo habría puesto en condiciones de alzarse con el poder.