AMLO a mitad del sexenio. 6.- 2024, entre Madero y Shakespeare

Como siempre ha ocurrido en el sistema/régimen/Estado priísta, el presidente de la republica dedica su tiempo completo de la segunda mitad de su sexenio a controlar el proceso de designación del candidato de su partido a la presidencia, mecanismo bautizado por Francisco I. Madero en 1908 como sucesión presidencial, la forma en que el presidente se sucede a sí mismo a través de interpósita persona.

Y como siempre ha ocurrido, también, la decisión presidencial de designar al candidato del partido en el poder se centrará en una persona: el presidente saliente. La única diferencia de la actual con las anteriores sucesiones está en el hecho de que hoy es más visible de manera intencionada como para significar el eje rector del proceso: la continuidad del proyecto lopezobradorista.

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Este perfil sucesorio de hoy tampoco es diferente a algunos anteriores que definieron la continuidad de élites, grupos y bloques más allá de un periodo presidencial: la sucesión de Obregón a Elías Calles, el maximato de Elías Calles, la continuidad de López Mateos a Díaz Ordaz, de Echeverría a López Portillo, de De la Madrid a Salinas y de Salinas a Colosio-Zedillo. en estas continuidades hubo de fondo un proyecto transexenal.

Una revisión histórica señala que la continuidad de proyecto, de grupo y de liderazgo sólo ha durado dos periodos presidenciales; y el segundo ciclo, a pesar de la dependencia de lealtades con el anterior, tiene que depurar al grupo original y al proyecto transexenal y construir su propio bloque de poder depurando al grupo anterior.

La principal característica de la presidencia de López Obrador es su personalidad: unitario. El proyecto presidencial se sostiene por la capacidad personal del presidente de privilegiar los mecanismos de liderazgo y autoridad del sistema, inclusive tensando las relaciones de poder.

Esta característica es producto de su liderazgo personal construido en las calles, a ras de tierra.

La agenda de problemas en la primera mitad del sexenio actual ha podido ser sometida a los ritmos presidenciales por el control de la agenda presidencial desde Palacio Nacional todas las mañanas.

Pero se trata de un poder único, intransferible, irrepetible; ninguno de los cuatro posibles sucesores podría reproducir un liderazgo personal y carismático de López Obrador. Por eso el presidente mantiene una alta aprobación personal, pero con datos de baja calificación en la gestión de los problemas de la crisis.

La agenda de problemas nacional es amplia y podría determinar el perfil del sucesor: PIB de 0%, daños pandémicos graves, persistencia de las cifras de inseguridad, presiones de Estados Unidos en economía, seguridad, geopolítica y liderazgo, oposición unida como imagen y desunida ante la sucesión, clase empresarial que quiere el poder presidencial para su proyecto de acumulación privada de la riqueza, voto presidencial-partidista sólido, voto legislativo a la baja, escenario de pérdida de mayoría absoluta en la presidencia y en las dos cámaras.

La decisión presidencial se basa en la confrontación de perfiles de sus candidatos y las condiciones de la agenda de problemas nacionales.

Es decir, no bastará la lealtad porque el primer desafío del próximo presidente será la medición de fuerzas con la oposición en las calles, en las decisiones y en los equilibrios de poderes. La teoría sucesoria del clon a imagen y semejanza choca con la teoría del caos: la inestabilidad de los sistemas complejos y la imposibilidad de reproducir condiciones únicas, circunstanciales. Los liderazgos fuertes son personales, temporales e intransferibles.

Como sistema shakesperiano, el mexicano operó en la lógica de la complicidad en modo Henry V: “el que hoy derrame su sangre conmigo será mi hermano”. Las dos últimas sucesiones tipo Shakespeare fueron de Díaz Ordaz a Echeverría por Tlatelolco y de Salinas a Zedillo por Colosio y las dos produjeron rupturas graves en la complicidad sucesoria, porque no hay peor ruptura que entre hermanos.

La lección de Madero en las sucesiones de Díaz sigue vigente: sólo puede haber absolutos en sí mismos.

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