Es es muy cierta la apreciación de que en política sólo se comete un error, porque los demás son consecuencias. El colapso del imperio militar estadounidense en Afganistán comenzó con la frivolidad del presidente Clinton y se prefiguró con la decisión del presidente Bush II en 2001 al decidir la invasión sin plan estratégico de un país en un escenario geopolítico inestable.
La historia política-militar-estratégica de Afganistán debe formar parte ya de los libros de texto de seguridad nacional. La falta de capacidad de estadista y la carencia de pensamiento estratégico de Bush II encontró, de manera paradójica, un complemento correspondiente en Barack Obama, profesor de Derecho constitucional de origen afroamericano.
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Y el saldo de la derrota estadounidense en Afganistán sigue teniendo como referente la guerra perdida en Vietnam en 1975. El presidente Bush padre fue el último estratega de pensamiento en seguridad nacional que tuvo la Casa Blanca. Le siguió la frivolidad de Bill Clinton, luego la falta de entendimiento geopolítico de Bush II, más tarde el enamoramiento de sí mismo de Obama, continuó la incapacidad política de Trump y se llegó a la pasividad de Biden.
Y ante sus agendas personales y políticas, los presidentes de Clinton a Biden encontraron su némesis –reconocida o no– en Afganistán y el grupo de Al Qaeda y el gobierno de los talibanes. La crisis afgana se inició con el atentado terrorista de 1993 a las Torres Gemelas de Nueva York con coches bomba colocados en el estacionamiento y terminó en 2021 con la patética huida de los soldados estadounidenses y su vestimenta de combatientes casi extraterrestres del siglo XXI, perseguidos por talibanes vestidos con túnicas largas y sandalias, además de su armamento lanzagranadas comprado en el mercado negro y con seguridad otra parte suministrada por Rusia y China.
Los dos operadores de la paz en Vietnam, Richard Nixon y Henry Kissinger, escribieron hace mucho tiempo lo que llamaron las lecciones de Vietnam que pudieran ser resumidas en un resumen estratégico: el poderío logístico de un gran ejército casi siempre será derrotado por la obstinación de un pueblo, los guerrilleros del vietcong y los talibanes afganos.
El presidente Bush II tomó la decisión de invadir Afganistán todavía enceguecido por la rabia del 9/11. Pero lo peor le tocó al presidente Obama: en septiembre del 2009, como lo relata un extraordinario reportaje de Peter Baker publicado en The New York Times (https://www.nytimes.com/2009/12/06/world/asia/06reconstruct.html), Obama tuvo varias reuniones que dibujaron el deplorable método y sistema de toma de decisiones militares por políticos que no tienen pensamiento estratégico de seguridad nacional.
Si Bush II se equivocó al decidir la invasión inmediata, el presidente Obama volvió a equivocarse –consecuencia de error anterior– al asumir como validas las estimaciones presidenciales de su antecesor y sólo discutir se incrementaba o no las tropas en Afganistán, por cuánto tiempo y cuáles deberían ser las condiciones para comenzar el desalojo. Los dos apostaron a la construcción de un sistema político tipo americano en Afganistán, el mismo error estratégico que cometieron Kennedy y Johnson en Vietnam y Kennedy en Cuba. En esos países, los presidentes estadounidenses nunca entendieron la base popular del Vietcong, de los talibanes y de los cubanos.
La derrota en Afganistán deterioro la legitimidad –en caso de que hubiese existido– que ha asumido la Casa Blanca para definir las condiciones y circunstancias democráticas de un país y la “obligación moral” del gobierno de Estados Unidos para invadir a otro país para obligarlo a construir una democracia americana. El presidente Bush padre atacó a Irak en 1993 para obligarlo a salir de Kuwait y luego replegó las tropas sin intentar “educar” políticamente al gobierno de Sadam Hussein. Bush II y Obama mantuvieron tropas estadounidenses en Afganistán tratando –como en Vietnam– de construir un gobierno filial a Washington.
El presidente Obama tuvo la oportunidad histórica, a partir de su discurso pacifista de campaña en Berlín, de redefinir el perfil del imperialismo estadounidense y pasarlo del enfoque de dominación de otros países para imponer los “intereses nacionales” estadounidenses qué justifican el confort del American way of Life o modo de vida americano a un sistema social de convivencia plural. En la reunión de septiembre del 2009, el presidente Obama recibió enorme carga informativa en las reuniones estratégicas, pero al final pareció entender nada porque tomó la decisión de mantener la invasión en Afganistán a partir de los criterios del Bush II que no se alistó en su juventud.
Más tarde, en 2011, el presidente Obama –con su carga simbólica de profesor de derecho constitucional– se regocijó del asesinato extrajudicial de Osama bin Laden, el líder talibán que había sido la mente perversa que ideó, organizó y financió los ataques del 9/11 en territorio estadounidense.
Pero la muerte de Bin Laden en nada cambió el escenario estratégico en Afganistán, toda vez que Al Qaeda ya no era el único grupo terrorista, sino que ya se habían fortalecido los talibanes y el Estado Islámico de Irak y Siria.
De manera hasta inexplicable en función de su perfil personal, el presidente Trump llegó a la conclusión de que la guerra en Afganistán estaba perdida y que había que salir de ahí por medio de un acuerdo estratégico con los talibanes para no optar por la humillante huida de ese país y el abandono de una sociedad distorsionada a lo largo de veinte años de invasión. El presidente Biden sólo decidió la salida de Afganistán con un anuncio ingenuo que fortaleció a los talibanes para ir conquistando territorio y no esperar a la graciosa huida estadounidense.
La crisis de Estados Unidos como país imperial en Afganistán cambió el marco analítico de la geopolítica posterior a la disolución de la Unión Soviética y dejó el escenario para una tercera etapa imperial con China en el centro del nuevo bloque de poder mundial.
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