A finales de febrero de 1525 (según se cree, el 28), Hernán Cortés ordenó acabar con la vida de este dignatario. Oficialmente, porque creía que había orquestado un plan para derrocarle
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«Y no hubieron bien acabado el razonamiento, cuando en aquella sazón tiran tanta piedra y vara, que los nuestros que le arrodelaban […] se descuidaron un momento […] y le dieron tres pedradas, una en la cabeza». Así narró el cronista Bernal Díaz del Castillo la muerte del emperador azteca Moctezuma II a manos de su propio pueblo allá por junio de 1520 en la « Historia verdadera de la conquista de la Nueva España». Lo que no sabía Hernán Cortés era que aquel suceso iba a provocar una auténtica serie de desgracias encabezada por la expulsión de la expedición española de Tenochtitlán en la llamada « Noche Triste».
Muerto Moctezuma II por las implacables pedradas de un pueblo que le consideraba un traidor y un amante de los españoles (aunque existen otras teorías que abogan por su asesinato a manos de los hombres de Hernán Cortés) el poder fue puesto en manos de su hermano, Cuitlahuac. Su gobierno, no obstante, apenas se extendió durante dos meses y medio (80 días, para ser más concretos), pues una plaga de viruela acabó con su vida y le impidió organizar las defensas de la capital, Tenochtitlán.
Fue entonces cuando la responsabilidad de expulsar a los conquistadores de morrión y barba cayó sobre el que, a la postre, sería el último emperador azteca: Cuauhtémoc (más conocido en las crónicas de Bernal Díaz del Castillo como Guatemuz).
Primo de Moctezuma II, Cuauhtémoc destacó por plantar cara al invasor con gallardía a pesar de su juventud e inexperiencia militar. Sin embargo, acabó sucumbiendo ante la potencia naval de los bergantines que los peninsulares construyeron para cercar la urbe y terminó muerto a manos del mismísimo Hernán Cortés. De hecho, la mayoría de cronistas coinciden en que los españoles le torturaron para que les desvelara dónde diantres se hallaba el gigantesco tesoro azteca guardado en el palacio del mismo Moctezuma. Ese «oro maldito» jamás fue hallado, pues el último emperador azteca falleció, según las principales fuentes, ahorcado el 28 de febrero de 1525.
¿La razón? Según explica el mismo Bernal Díaz del Castillo, la ejecución se perpetró porque los peninsulares consideraban que Cuauhtémoc había instado a sus súbditos a acabar con la vida del propio Hernán Cortés. Así lo desveló, al menos, el conquistador en una carta enviada el 3 de septiembre de 1526 a Carlos I de España y V de Alemania: «Habían hablado muchas veces y dado cuenta de ello […] diciendo cómo estaban desposeídos de sus tierras y señorío, y los mandaban los españoles, y que sería bien que buscasen algún remedio para que ellos los tornasen a señorear y poseer, […] y que era buen remedio tener manera como me matasen, a mi y a los que conmigo iban».
Con todo, y a pesar de que se cree que fue el 28 de febrero cuando fue ajusticiado, la realidad es que se desconoce la jornada concreta. «La fecha de la muerte del emperador se ha discutido. Según Cortés parece que ocurrió el domingo de carnestolendas de 1525, pero según otro buen número de historiadores, parece que fue el martes de carnaval, después de haber celebrado españoles e indios muy alegremente esa fiesta», explica la historiadora Josefina Muriel en su documentado dossier « Divergencias en la biografía de Cuauhtémoc». En este sentido, la experta también considera que tampoco se saben a ciencia cierta datos cómo la región en la que descansan sus huesos.
Cazado en su última batalla
A pesar del triste final que le aconteció, Cuauhtémoc fue bien considerado por los españoles. No en vano, el propio Bernal Díaz del Castillo le definió como un líder «de muy gentil disposición, así de cuerpo como de facciones, y la cara larga y alegre». El cronista afirmó, a su vez, «que era de edad de veinte y tres o veinte y quatro años» y que su color de piel «tiraba más a blanco, que al color y matiz de esotros indios».
Para su desgracia, tuvo la suerte de hacerse con el mando del imperio azteca (y de la defensa de Tenochtitlán) durante el gran asalto que Hernán Cortés llevó a cabo en 1521 contra la urbe después de haber sido expulsado con su expedición en la «Noche Triste».
Cuauhtémoc defendió gallardamente Tenochtitlán de los conquistadores españoles. Sin embargo, el 13 de agosto, durante la ofensiva final de Cortés, decidió abandonar la ciudad en una canoa por miedo (según unos) o para organizar una nueva defensa en otro lugar (según otros). El conquistador español, que de tonto no tenía un pelo bajo el morrión, se percató de ello y, sin dudarlo, lanzó a uno de sus oficiales en su busca para atraparlo. Algo en lo que coinciden cronistas de la época como el mismo Bernal Díaz del Castillo o Francisco López de Gómara.
«Y los bergantines que entraron de golpe por aquel lago rompieron por medio de la flota de canoas, y la gente de guerra que en ellas estaba ya no osaba pelear. Y plugo a Dios que un capitán de un bergantín, que se dice Garcí Holguín, llegó en pos de una canoa en la cual pareció que iba gente de manera; y como llevaba dos o tres ballesteros en la proa del bergantín e iban encarando en los dos de la canoa, hiciéronle señal que estaba allí el señor, que no tirasen, y saltaron de presto y prendieronle a él y aquel Guatimucin y a aquel señor de Tacuba y a otros principales que con él estaban; y luego el dicho capitán Garcí Holguín me trajo allí a la azotea donde estaba, que era junto al lago, al señor de la ciudad», explicaba el mismo Cortés en una de sus relaciones.
Un ejemplo de la variedad de teorías que existen sobre este suceso es que la mayoría de cronistas españoles dejaron sobre blanco que, al encontrarse con Cortés, Cuauhtémoc le pidió que acabase con él. Al parecer, y en palabras de Bernal Díaz del Castillo, le espetó lo siguiente: «Señor Malinche, yo ya he hecho lo que estaba obligado en defensa de mi ciudad y vasallos, y no puedo más, y pues vengo por fuerza, y preso ante tu persona y poder, toma ese puñal que traes en la cinta, y mátame luego con él». Al parecer, aquello ablandó tanto el corazón del conquistador que este le dijo que «por haber sido tan valiente, y haber vuelto y defendido su ciudad» le daría «vida y señorío». Aunque, a cambio, le solicitó también que ordenara a sus guerreros rendirse.
Torturado y asesinado
Un día después de capturar a Cuauhtémoc (el 14 de agosto), se celebró una reunión en la que, según el cronista Bernardino de Sahagún, Cortés le preguntó a Cuauhtémoc dónde había escondido las inmensas riquezas que había visto un año antes en el palacio de Moctezuma. «¿Qué habéis hecho con todo el oro que estaba guardado en México?».
Cortés se refería, como él mismo señaló, a «las banderas de lámina de oro, los tocados cónicos de lámina de oro, los anillos dorados para los brazos, las cintas de piel para las pantorrillas que llevaban cascabeles de oro, los yelmos de oro y los discos de oro de tamaño de platos». El todavía emperador, por su parte, se limitó a afirmar que no tenía nada más que aquello que portaba en la canoa.
Fue entonces cuando comenzó el tormento de un Cuauhtémoc que, a pesar de las tropelías que sufrió, se negó a desvelar dónde se hallaba el tesoro. Francisco López de Gómara explica que el dolor que tuvo que padecer el emperador fue tal que uno de sus subalternos (que se hallaba a su lado) le «pidió con los ojos» que desvelara el paradero del tesoro. Sin embargo, el primo de Moctezuma le dejó claro que jamás lo haría. «Lo miró con ira y lo trató vilísimamente como muelle de poco, esfuerzo, preguntándole si estaba él en algún deleite o baño».
Bernal Díaz del Castillo, por su parte, es partidario de que quemaron los pies a Cuauhtémoc con aceite hasta que confesó que habían arrojado todas las riquezas a la laguna de la ciudad. Algo que resultó falso. Otras fuentes como el médico Alonso de Ojeda explicaron, posteriormente, que no solo habían quemado los pies a Cuauhtémoc, sino también las manos.
Al final, y según la experta en historia ya citada, Cortés terminó apiadándose del emperador «Herrera, en sus décadas, nos indica que Cortés quitó del tormento a Cuauhtémoc en medio de las protestas de sus soldados, que querían tenerlo allí hasta que hablara». Con todo, Bernal Díaz del Castillo también deja entrever en sus escritos que el conquistador español no quería que su preso hablara, pues buscaba hallar por sí solo las riquezas aztecas y quedárselas para sí.
En todo caso, hubo que esperar hasta 1524 para que se sucediera la ejecución del todavía emperador. Esta ocurrió en el marco de una expedición realizada por Cortés a Honduras para acabar con la insurrección de Cristóbal de Olid (quien se había aliado con su viejo enemigo, Diego Velázquez, en contra de nuestro protagonista). En ese viaje, el conquistador partió junto a Cuauhtémoc y su séquito para evitar que estos movilizaran a la sociedad en su ausencia. Al parecer, durante el trayecto Cortés fue informado por un «tlatelolca, coxtemexi o mexicalzingo» (en palabras de Muriel) de que el dignatario pretendía traicionarle. Una información que le llevó a acabar con su vida en un día y lugar, en la actualidad, desconocidos.
Así narra Bernal Díaz del Castillo aquellos últimos momentos:
«Digamos cómo Guatemuz, gran cacique de México, y otros principales mexicanos que iban con nosotros habían puesto en pláticas, o lo ordenaban, de matarnos a todos y volverse a México, y que llegados a su ciudad, juntar sus grandes poderes y dar guerra a los que en México quedaban, y tornarse a levantar.
Y quien lo descubrió a Cortés fueron dos grandes caciques mexicanos que se decían Tapia y Juan Velázquez. Este Juan Velázquez fue capitán general de Guatemuz cuando nos dieron guerra en México. Y como Cortés lo alcanzó a saber, hizo informaciones sobre ello, no solamente de los dos que lo descubrieron, sino de otros caciques que eran en ello. Y lo que confesaron era que como nos veían ir por los caminos descuidados y descontentos, y que muchos soldados habían adolecido, y que siempre faltaba la comida, y que se habían muerto de hambre cuatro chirimías y el volteador, y otros once o doce soldados, y también se habían vuelto otros tres soldados camino de México, y se iban a su aventura por los caminos de guerra por donde habian venido, y que más querían morir que ir adelante, que sería bien que cuando pasásemos algún río o ciénega, dar en nosotros, porque eran los mexicanos sobre tres mil y traían sus armas y lanzas v algunos con espadas.
Guatemuz confesó que así era como lo habían dicho los demás; empero. que no salió de él aquel concierto, y que no sabe si todos fueron en ello, o se efectuara, y que nunca tuvo pensamiento de salir con ello, sino solamente la plática que sobre ello hubo. Y el cacique de Tacuba dijo que entre él y Guatemuz habían dicho que valía más morir de una vez que morir cada día en el camino, viendo la gran hambre que pasaban sus maceguales y parientes.
Y sin haber más probanzas, Cortés mando ahorcar a Guatemuz y al señor de Tacuba, que era su primo. Y antes que los ahorcasen, los frailes franciscos les fueron esforzando y encomendando a Dios con la lengua doña Marina»
El cronista afirma además que, antes de ser ahorcado, Cuauhtémoc dirigió unas últimas palabras de crítica a Cortés por haberle mentido: «¡Oh, Malinche: días había que yo tenía entendido que esta muerte me habías de dar y había conocido tus falsas palabras, porque me matas sin justicia! Dios te la demande, pues yo no me la di cuando te me entregaba en mi ciudad de México». El señor de Tacuba, uno de los mandamases del emperador, se limitó a señalar que estaba feliz de poder dejar este mundo junto a su señor.
Según Bernal Díaz del Castillo, aquella ejecución causó una severa conmoción entre los presentes; «Verdaderamente yo tuve gran lástima de Guatemuz y de su primo, por haberles conocido tan grandes señores, y aun ellos me hacían honra en el camino en cosas que se me ofrecían. especial en darme algunos indios para traer yerba para mi caballo. Y fue esta muerte que les dieron muy injustamente, y pareció mal a todos los que íbamos».