Alianza empresarial se mide por tasa de unidad, no por bienestar

Con todo, los sectores empresariales todavía no tienen confianza en el gobierno de López Obrador: las grandes empresas han estancado sus inversiones y ven el corto-mediano plazo con recelos y las pequeñas y medianas empresas se siguen ahogando porque no hay consumo ni demanda.
Eso sí, todos aparecieron firmes en el Primer-Tercer informe presidencial, con una voluntad de los viejos tiempos priístas, disciplinados, aplaudidores, sonrientes por haber sido invitados a la fiesta político-institucional equidistante del Baile Blanco y Negro de los viejos tipos empresariales del régimen priísta latente.
Ahí estaban las figuras relevantes del Consejo Mexicano de Negocios, los importantes del Grupo de los Diez de Monterrey, el magnate Alfonso Romo hoy pieza clave de la alianza Estado-empresarios, la ex lideresa de los pequeños y medianos industriales Yeidckol Polevnsky hoy nada menos que al mando de Morena –como si en sus años de esplendor el PRI hubiera estado en manos de… Carlos Slim–, la fusión –no separación, no subordinación– del poder político y el poder empresarial.
Pero nada más para la foto, sí, porque el que se mueve no sale en la foto. En la realidad, la maldita realidad, las cosas siguen en la incertidumbre: PIB –es decir, la expresión de la confianza empresarial en la producción– de 0.0%-0.5% y a lo mejor hasta negativo en 2019 y menos de 1% en el 2020, con un promedio real de 2%-2.5% en el sexenio, no el 4% prometido; inversión congelada porque los empresarios tardarán necesitan garantías de tasas de utilidad; y 57% de población laboral en la informalidad por su papel como colchón del desempleo, con alto uso de mano de obra, evasión fiscal y nula capacitación para una producción industrial competitiva.
Como siempre, los líderes empresariales muy bien vestiditos en la formalidad política, aunque con mensajes negativos en la informalidad de las expectativas para hacer negocios porque se invierte para ganar y no para hacer el bien, que el gobierno mantenga a los pobres.
Al día siguiente de la pompa y circunstancia shakespeariana del Primer-Tercer Informe Presidencial, la realidad se abrió pasos a codazos: los indicadores de la confianza empresarial del sector manufacturero del INEGI mostraron una caída de 53% de enero de este año a 49% por ciento en agosto, aunque, eso sí, las cifras revelan que los empresarios tienen mayor confianza en sus empresas y su generación de utilidades que en el rumbo del país.
Y los empresarios siguen con desconfianza en el corto plazo. Para sus empresas prevén una baja en las expectativas de negocios –no la simple confianza que es psicológica–: baja de 4.1% en la demanda de sus productos con respecto a agosto de 2018 y disminución de 4.6% en las exportaciones con todo y el San Tratado de Comercio Libre. No, tampoco habrá crecimiento en empleo, cómo podría haberlo si no se prevén ventas. Aquí, en estas cifras de expectativas y confianzas, se puede de alguna manera prever que el PIB tendrá graves problemas en 2019 y no saldrá del hoyo en 2020.
La razón la saben los empresarios, pero no la dicen en voz alta; para qué si la relación es de cristal fino, apenas con alfileres no incrustados con firmeza en los pizarrones de corcho de las oficinas de Hacienda: el problema es que en nueve meses de gobierno no hay plan de desarrollo industrial, la política de inversiones se ciñe a los puntos de interés presidencial, no existe un programa de crecimiento sostenido vía impulso de sectores productivos, la demanda sigue bajando, y las obras de interés –refinería de Dos Bocas, aeropuerto en Santa Lucía y Tren Maya– no forman parte de alguna estrategia de pivoteo del crecimiento articulado a los sectores industriales y de construcción.
Los indicadores de confianza empresarial y de expectativas empresariales del INEGI dados a conocer el lunes muy temprano –para leerse al tiempo que se revisan primeras planas y columnas de los diarios– no revelan entusiasmo.
Y quedan varadas las más de 4 millones de pequeñas y medianas empresas que carecen de estímulos –y más porque Polevnsky ha ascendido a empresaria mayor del partido en el poder presidencial, nada menos que eso–, que no son convocadas por los responsables del sector productivo del gobierno, que no saben quién es la secretaria de Economía encargada del plan industrial de desarrollo y que, en fin, son desdeñadas a pesar de generar el 72% del empleo y el 52% del PIB. Son poquitas, pero suman muchas, aunque de poco les sirve en el sarao de las ceremonias protocolarias como antes en Palacio Nacional.
Y qué decir si Carlos Slim Helú, el nuevo Santón Empresarial del nuevo Estado social, citado en las nuevas Sagradas Escrituras Populistas del Informe ¡por su nombre! –no vio tal honor en los tiempos de su benefactor Carlos Salinas de Gortari–, dice que no importa crecer al 0% –que no es crecimiento, pero bueno, valga la licencia literaria– o al 2%, porque lo que importa es invertir, no ganar, porque Jesucristo se había equivocado al decir que “es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios”, porque en México los ricos nunca han salido del Paraíso terrenal.

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