En Hindi, una aldea remota de Kenia situada a 20 horas en coche de Nairobi, cerca de la frontera con Somalia, no tienen agua corriente ni luz eléctrica, pero el techo de su dispensario médico luce un pequeño panel solar colocado por una empresa española, y eso salva sus vidas.
La electricidad que proporciona esta instalación les permite tener un refrigerador donde conservar adecuadamente las vacunas y alumbrar partos durante la noche, una auténtica revolución allí donde las casas se construyen con barro.
El panel solar, que para muchas poblaciones constituye la única posibilidad de acceso a una fuente energética propia, está transformando la vida en algunas zonas del interior de África.
El sistema es simple: cuatro placas solares con dieciséis células de silicio colocadas sobre los tejados -en ocasiones, con escasa fortuna por parte de los técnicos locales, en zonas sombrías-, y una instalación eléctrica que transforma la luz solar en corriente alterna y continua.
La carga de las baterías les proporciona cinco horas de luz diarias durante cinco días, capacidad suficiente para alterar el futuro de una comunidad.
“Antes teníamos que andar kilómetros para poder acceder a vacunas y a determinados medicamentos y a veces, sobre todo en época de lluvias, era imposible hacerlo. Ahora incluso podemos hacer nuestras propias campañas de prevención de enfermedades”, cuenta a Efe el médico de este pequeño centro, Joseah K. Korir.
El doctor” y su esposa, “la enfermera”, gestionan un dispensario que atiende a varias poblaciones engullidas por el delta del río Tana.
En la entrada de su pequeña clínica hay una cartilla colectiva de vacunación: una pizarra con registro nominal de los tratamientos prescritos a cada familia, un mural que, antes de que el sol encendiera su refrigerador, apenas contenía información.
La luz artificial ilumina también los nacimientos que irrumpen en la oscuridad, puntual cada día a las 18:30 horas. “Sin ella apenas podíamos atender los partos nocturnos, o lo hacíamos en condiciones muy deficientes; el índice de mortalidad entre los recién nacidos era mucho mayor”.
A unos treinta kilómetros de allí, travesía que requiere más de una hora y media en un potente todoterreno, hay una escuela de educación primaria con cinco aulas y dos paneles solares.
Tres niñas expulsadas de clase estudian sentadas en el suelo. Una de ellas se levanta, agarra un palo y, con un veloz movimiento, golpea y mata a una serpiente de exótico color venenoso.
Lo hace como quien se levanta para aplastar un mosquito. En su entorno cotidiano, los bichos matan y la luz eléctrica es un milagro que alguien trajo a su colegio.
Un milagro que permite impartir cursos nocturnos a quienes trabajan durante el día, que mejora la capacidad de atención de los estudiantes en aulas lóbregas o, simplemente, les ayuda a ver un poco mejor durante la lectura, porque aquí las dioptrías son un mal endémico y las lentes para corregirlas una quimera.
“Pasamos de ser los últimos a ser terceros en el ránking de resultados académicos entre todas las escuelas del condado, y en muy poco tiempo”, cuenta orgullosa la directora de este centro, Martha Kiminza.
Este esprint les colocó en una de las posiciones que dan derecho a las subvenciones estatales. Con ellas crecerán sus instalaciones y aumentará el número de alumnos.
“Algunos profesores han llorado al ver por primera vez una luz sobre sus pizarras”, asegura Roberto González, director de proyectos en Kenia de la empresa BTD, que ha llevado luz a 380 puntos del país gracias a un proyecto de cooperación internacional del Gobierno español.
“En algunas aldeas de Mozambique -donde su compañía hizo otras 372 instalaciones- incluso oficiaban ceremonias con ofrendas de alimentos y bailes espirituales antes de pulsar el interruptor”, recuerda.
No solo es un trabajo, él lo ve como una forma modesta de mejorar el mundo. “Treinta segundos después de hacer la primera conexión percibes el cambio. Cambian sus caras y empiezan a cambiar sus vidas, el impacto es directo e inmediato”.
Y no solo sobre su salud y su educación, la nueva energía opera como factor de cohesión social entre poblaciones de etnias enfrentadas, que ahora se reúnen junto a una bombilla y un enchufe para charlar y escuchar la radio, olvidando así sus odios tribales. La misma bombilla que disuade de robos y violaciones proporcionando más seguridad en un entorno con escaso respeto por la vida humana.
También mejora su conexión doméstica con el resto del mundo facilitando algo tan cotidianamente occidental como la carga de sus teléfonos móviles, aparatos que casi todos tienen, aunque no posean nada más que eso.
“Ya no tengo que caminar quince kilómetros para cargar mi teléfono, ahora siempre estoy on line”, bromea.