Por Carlos Ramirez
Justo cuando la aplicación del Estado de derecho estaba beneficiando a los delincuentes, el ministro de la Corte, José Ramón Cossío, planteó el otro lado de la fórmula: no habrá justicia sin juzgadores comprometidos con la aplicación constitucional de la ley.
Y la tarea no es fácil: el porcentaje de impunidad por delitos no juzgados ni sentenciados es de 98%, lo que habla de un Estado de derecho a favor del delincuente. La reforma constitucional de 2011 introdujo el factor de los derechos humanos, pero su aplicación beneficia más al delincuente que a los ciudadanos.
La lista es enorme pero los últimos casos son significativos: la fianza cómoda para el empresario Amado Yáñez por el fraude de Oceanografía, las facilidades que han beneficiado a los secuestradores y asesinos del joven Alejandro Martí (La Razón), la corrupción que permitió la fuga de El Chapo Guzmán en 2001, la elusión de la justicia de Gastón Azcárraga por Mexicana. Y la liberación de Florence Cassez por “indebido” proceso. Es la diferencia de la máxima juarista entre la “justicia y gracia” a los amigos y “la ley a secas” a los adversarios.
El contexto ayuda a colocar las palabras del ministro Cossío el martes en la toma de protesta, en la Corte, de cuarenta y siete nuevos magistrados de circuito: los jueces y magistrados que no honren la protesta de hacer respetar las leyes y decidir en función de la justicia deberían ser expulsados de la comunidad judicial.
La afirmación del ministro Cossío fue directa y comprometedora: “debemos ser mucho más firmes, mucho más severos, en la identificación e insisto expulsión de quienes están comportándose inadecuadamente”. Así, el ministro de la Corte no puso oídos sordos a la queja de que el proceso de justicia está viciado por la corrupción de jueces y magistrados, además de abogados y fiscales.
La segunda afirmación clave del ministro Cossío consolidó el papel del sistema judicial-penal: “nos corresponde aplicar un orden democrático legitimado en los votos y establecido a partir del consenso”. Se trata del concepto moderno del Estado democrático de derecho que se ha ido reforzando en el discurso político y judicial de México a partir de la pérdida de dominación política del PRI y el equilibrio entre tres partidos políticos dominantes.
En la modernización del sistema político ha habido el rezago del sector judicial-penal. Sin embargo, la judicialización de la vida nacional ha sido un proceso de configuración de un nuevo equilibrio de poderes: el judicial como el árbitro no sólo de las relaciones entre poderes sino de la relación entre el poder y la sociedad.
Si en materia política y electoral ese proceso de judicialización ha ayudado a consolidar nuevas prácticas democráticas y ha logrado romper la hegemonía autoritaria del sistema político priísta, en materia judicial y penal ha habido retrasos que han sido aprovechados más por los delincuentes al cobijarse bajo la doctrina de los derechos humanos que por un Estado de derecho que beneficia a los ciudadanos.
El Estado democrático de derecho debe obligar también al Estado, a la autoridad y a los gobernantes a ser más estrictos en el combate al crimen organizado porque de 1984 a la fecha se han multiplicado las denuncias de que el crimen organizado —Michoacán es el último ejemplo— se consolidó gracias al apoyo y la complicidad de policías, funcionarios y políticos.
La carga de la consolidación de un régimen social justo y por tanto democrático está cayendo en el lado judicial porque la aplicación equitativa de la justicia regulariza las relaciones sociales en función de dar a cada quien lo que pertenece. De ahí la importancia de la convocatoria del ministro Cossío a los nuevos magistrados.