Trato de esclavos a jornaleros en BCS

Son las cinco de la mañana y el sol apenas quiere asomarse, pero las calles pedregosas y los caminos polvorientos de la colonia Nueva Oaxaca ya están llenas de cuerpos breves. Transfigurados, vampirescos, se vuelven visibles hasta que los camiones amarillos de luces fluorescentes perforan lo que queda de la noche.
Y se vuelven visibles hasta que suben las escaleras del autobús y se acomodan en los asientos remendados con cinta adhesiva gris, cuando asoman sus rostros discretamente por la ventana, y acarician la humedad de la mañana. Es ahí cuando una luz artificial los ilumina.
Entonces se echan para atrás, se apoyan en el respaldo, y de pronto esas siluetas que se movían en la oscuridad vuelven a ser invisibles, sin rostro. Lo único que dejan ver son sus ojos chiquitos negros, sin brillo, y un poco de piel cobriza que se asoma contrastante entre paliacates coloridos que cubren nariz, boca y mentón; llevan otro en la frente, y uno más en la cabeza.
Las llantas se hunden en los baches de tierra seca, y el bus que hace unas cuatro décadas recogió niños en los suburbios de Estados Unidos batalla para arrancar. El ruido feroz de la vieja transmisión hace reaccionar a algunos, que comenzaban a quedarse dormidos.