Indicador Politico

Por Carlos Ramirez

 

Mientras la atención se centra en el pleito arreglado en el Congreso para aprobar las leyes secundarias, el país entró a una nueva fase crítica de la inseguridad con los casos emblemáticos de Michoacán y Tamaulipas.
Pero en lugar de debatir sobre el crimen organizado y el aumento de su criminalidad y corrupción, de nueva cuenta la doctrina del Estado de derecho y de los derechos humanos quiere atar las manos a las fuerzas de seguridad.
Sin embargo, los juristas parecen olvidar la existencia de dos derechos humanos que deben proteger las leyes: los derechos humanos de los delincuentes para evitar el abuso de la autoridad y los derechos humanos de los ciudadanos que ven violados por el abuso de fuerza por los delincuentes.
¿Cuál debe ser la prioridad del Estado y del aparato judicial y penal? ¿Defender los derechos humanos de los delincuentes a costa de los derechos humanos de los ciudadanos o defender los derechos humanos de los ciudadanos por encima de los derechos humanos de los delincuentes?
El dilema no es nuevo; viene desde la fundación de las polis ciudadanas. En la primera mitad del siglo V a.C., Pericles —uno de los más importantes líderes políticos— dio un discurso a las viudas de la guerra de la guerra y ahí explicó con claridad —según lo recogió Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso— que la guerra era para defender la democracia ateniense.
La acción del crimen organizado en México es un desafío para la democracia; en Tamaulipas y Michoacán, por ejemplo, los delincuentes han anulado el Estado democrático y han sentado su dominio criminal. Así, la delincuencia aplasta la democracia, corrompe las instituciones, establece la ley de la violencia y, en suma, inventa su propio Estado de derecho.
La delincuencia ha construido un poder superior a la de casi todas las instituciones del Estado: políticos, gobernantes, funcionarios, policías y estructuras de seguridad; y solamente el Ejército es la única institución capaz de hacerle frente. Pero he aquí que la invocación del Estado de derecho no se usa para condenar a los corrompidos ni para obligar a las autoridades a reorganizar las instituciones sino para evitar que el Ejército luche contra el crimen organizado.
La corrupción criminal es ilimitada. El secretario general de gobierno y ex gobernador interino, Jesús Reyna, fue arrestado y procesado por pactar con Servando Gómez La Tuta, el jefe máximo del crimen organizado en la entidad. Y resulta que los derechos humanos forman parte central de la defensa del político priísta acusado, así como los derechos humanos sirvieron para proteger al diputado perredista Leonel Godoy, medio hermano del ex gobernador Leonel Godoy, también con pruebas contundentes en su contra de servir a La Tuta.
Los derechos humanos se crearon para acotar el abuso de fuerza del Estado y de sus instituciones, pero la prioridad deben ser los derechos humanos de los ciudadanos. Pero una cosa es acotar la acción del Estado para evitar los abusos y otra es impedir que el Ejército, la última línea de defensa de la democracia, participe en la lucha contra el crimen organizado en función de la doctrina de la seguridad interior que muchos juristas niegan pero que ya fue definida con claridad en el Programa para la Seguridad Nacional 2014-2018, publicado como decreto el pasado 30 de abril.
Tamaulipas daría una respuesta: el fracaso institucional frente al crimen organizado y la certeza de que sólo el Ejército es la única fuerza capaz de contener el avance de la criminalidad. Por eso no debe extrañar que frente a Tamaulipas de nueva cuenta se quiera excluir al Ejército de la seguridad.
Lo que queda al final es una pregunta: ¿valen más los derechos humanos de los delincuentes que los derechos humanos de la sociedad?