¿Son penas más duras el remedio eficaz contra el secuestro?

El pasado 21 de abril, los noticiarios nocturnos de la televisión dieron a conocer, con énfasis especial, la noticia de que el Senado de la República acaba de aprobar nueva legislación contra los secuestradores; castigos más severos que se dosificarán según las agravantes que los plagiarios cometan contra sus víctimas. En resumen, la nueva legislación contempla penas que van de 80 a 180 años de cárcel (la actual contempla de 40 a 70 años) para quienes priven de la libertad a un semejante.
Esta información, que hay que dar por cierta atendiendo a la seriedad de los medios que la difunden y a la importancia que le dan, me provocó algunas reflexiones que considero útil publicar. La primera de ellas estriba en preguntarme (y preguntar con todo respeto a los señores legisladores) cuál es el sentido punitivo concreto, real; el efecto material, tangible, que se busca lograr en los delincuentes y en la opinión pública, ya que, a primera vista por lo menos, parece absurdo condenar a alguien a 180 años de prisión cuando todo mundo sabe que nadie vive tanto como para poder purgar, efectivamente, ese castigo. ¿Se trata de algo puramente simbólico? ¿La sentencia, más que un castigo práctico, es una manera de dimensionar la indignación y la condena resuelta de legisladores, jueces y buenas conciencias en general, en contra de tan nefando crimen? ¿O se piensa que la magnitud de la cifra arredrará a los criminales? ¿Quizá estamos una vez más (como ya lo hicimos con los famosos “testigos protegidos”) ante una irreflexiva imitación del derecho norteamericano que, para convencer al mundo de su “tolerancia cero”, condena a sus reos más “peligrosos” a 500 años de prisión? ¿Por qué no conformarnos con la más modesta y menos “apantalladora”, pero más realista y lógica, cadena perpetua que, en los hechos, viene a ser lo mismo?
Quiero poner la segunda reflexión en forma plástica recordando el viejo y conocido (pero muy ilustrativo en ciertos casos) chiste del vendedor de un polvo para matar pulgas, cuya efectividad garantizaba con la devolución del doble del valor de lo comprado en caso de resultar fallida. “A ver”, le pidió un interesado en el producto, “explíqueme cómo opera su polvo mágico”; y el vendedor, sin inmutarse, dijo: “se coge la pulga, se le abre el pico y se le introduce una mínima porción de mi veneno. La muerte de la pulga es instantánea y yo la garantizo plenamente, tal como he dicho”.
En nuestro caso, no hay ninguna duda de que, una vez detenido, juzgado y sentenciado el reo, el tremendo castigo que se propone sería, si fuese posible llevarlo a cabo, si no eficaz para erradicar el secuestro, sí absolutamente merecido y, para el secuestrado y su familia, una compensación mínima y un pequeño consuelo legítimo por el espantoso daño emocional, sentimental y humano de que habrían sido víctimas, sin causa ni razón alguna.
Pero, como en el caso de la pulga, la dificultad reside, precisamente, en atrapar a los delincuentes.
Las estadísticas relativas a la impunidad en nuestro país son muy conocidas como para tener que repetirlas aquí; pero quizá no resulte superfluo subrayar que, en el caso de los secuestros, la cifra es notoriamente mayor; y no sólo por la inepcia y la corrupción policíaca y del aparato encargado de aplicar la ley, sino también por el miedo de las víctimas a sufrir daños mayores si denuncian el delito, miedo que brota justificadamente tanto de las brutales amenazas de los secuestradores como de la generalizada sospecha de contubernio entre los delincuentes y los encargados de perseguir y castigar el delito.
Tengo el derecho y la obligación moral de recordar, a este respecto, tanto a la opinión pública como a los gobiernos del Estado de México y de la República, que hoy se cumplen 198 días del brutal e irracional secuestro de don Manuel Serrano Vallejo, padre de la alcaldesa de Ixtapaluca, Lic. Maricela Serrano Hernández, gran mujer, eficaz gobernante y distinguida integrante de la Dirección Nacional Antorchista, sin que a la fecha haya, no digo noticias ciertas o resultados favorables, sino siquiera una autoridad competente que haya hecho el compromiso puntual de investigar los hechos. Nadie está dando seguimiento al caso; no hay ningún trabajo profesional responsable de encaminar correcta e imparcialmente las investigaciones.
Tan increíble como ilegal situación, claramente violatoria del tan llevado y traído “Estado de Derecho”, pone de relieve, más que todas nuestras denuncias al respecto, el carácter político del secuestro. En efecto, la indiferencia oficial es un gesto bien calculado para manifestar clara desaprobación al carácter y al quehacer políticos de Antorcha; la inacción de los encargados por ley de investigar el secuestro, dice claramente que detrás del mismo hay gente poderosa a la que no se puede tocar ni con el pensamiento. Ante situaciones como ésta, se torna irresistible expresar la duda: ¿de qué sirven las severísimas sanciones como las que se acaban de aprobar?
La tercera reflexión tiene qué ver con el título de este artículo. ¿Son leyes más duras lo que se necesita para acabar con el secuestro? Todo indica que, igual que en el caso de la delincuencia organizada (o no), hay aquí un error, un quid pro quo que toma el efecto por la causa y se va sobre el primero dejando intacta la segunda. Es lugar común que el delito hunde sus raíces en la pobreza y en la desigualdad social; que es de los jóvenes pobres, sin esperanza de futuro, de donde nutre sus filas y entre los cuales haya su mejor clientela, la más numerosa y segura. Por tanto, la lucha eficaz contra el crimen y los criminales tiene que partir de un combate serio a la pobreza, a la marginación, a la enfermedad, a la ignorancia y a la falta de empleo. Pero allí tenemos a los indígenas de Oaxaca con tres meses de plantón ante las oficinas de su gobernador, exigiendo obras y justicia, sin que nadie les haga caso; allí tenemos a los indígenas de la huasteca hidalguense, del Valle del Mezquital, de la propia capital, Pachuca, con semanas de plantón, marchas, mítines y denuncias de compromisos incumplidos, con igual resultado que los oaxaqueños, a pesar de que se trata del terruño del señor Secretario de Gobernación Federal (A propos, ¿así se coadyuva con su futuro político?). Allí están, también con meses de plantón, los obreros potosinos en demanda de respeto a sus derechos laborales, con idénticos frutos.
En suma, pues, la política de algunos gobernantes no parece ir en contra del crimen, sino a su favor, según el afán con que se aplican a fertilizar e irrigar el terreno social en que se afianza y nutre.
En vez de atender las demandas de los pobres sin futuro, se encierran a piedra y lodo en sus oficinas, se retacan con cera los oídos y ponen en acción a sus plumíferos a sueldo para injuriar, calumniar y amenazar a quienes piden pan y justicia (a propósito, recomiendo a quien quiera ver y conocer de cerca el fango negro y pútrido, las podres, la pus hedionda y la hez humana en su forma más refinada, presentes en este tipo de periodismo venal, se aviente, si tiene estómago para ello, el kilométrico bodrio, de casi 15 cuartillas —¡puf! —, que publica un tal Humberto Padgett en www.sinembargo.com., en contra del Movimiento Antorchista Nacional. Le aseguro que no quedará defraudado) Y formulo, para terminar, la misma pregunta: ¿de qué sirven, ante esto, los 180 años de cárcel a los secuestradores con que nos acaban de sorprender los señores legisladores?

– Aquiles Córdova Morán

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