¿Por qué la literatura?

En un sentido llano; no hay mentirosos más grandes en el mundo. Los novelistas y los poetas; los cuentistas y los dramaturgos nos regalan los productos de su imaginación en algunos casos, de su fantasía en otros y de sus neurosis en muy pocos.

La magna y espontánea manifestación de duelo de la noche del lunes en el Palacio de Bellas Artes en torno de las cenizas (…si soltera agonizas, vendrán a visitarte mis cenizas, decía López Velarde) debidamente aprovechada por los poderes públicos para así siquiera por un rato hermanarse (o apropiarse) con la fama de un escritor como Gabriel García Márquez o en su momento y en el mismo vestíbulo donde se veló a Rulfo, nos debe llevar a pensar cuál es la verdadera importancia de los escritores en la sociedad.
Aquí valdría una digresión tan fantástica como la literatura misma.
Cuando García Márquez llegó a México, Álvaro Mutis (la historia es conocida) lo recibió con un ejemplar de Pedro Páramo. “Tome para que aprenda, carajo”; le dijo. Muchos años después, GGM, convertido en polvo de crematorio, rodeado de flores y mariposas amarillas en torno de una caja de cenizas, recibiría un homenaje en el mismo escenario donde Juan Rulfo fue despedido de México. Las mariposas volaron sobre Comala.
No sabemos cómo, pero cada vez se confunde más —o se prolonga— el papel de los escritores, especialmente los literatos, como el de jueces válidos para legitimar las acciones del poder. En un sentido llano; no hay mentirosos más grandes en el mundo. Los novelistas y los poetas; los cuentistas y los dramaturgos nos regalan los productos de su imaginación en algunos casos, de su fantasía en otros y de sus neurosis en muy pocos.
¿Cómo entones son tan buscados por los políticos si éstos son los constructores o al menos administradores de la realidad? ¿Cómo se vuelven objetos de una veneración casi de talismanes sociales en el devocionario de millones, algunos de los cuales ni siquiera han leído sus obras? No lo sabemos. O al menos no lo sabe esta columna cuyo asombro no atestiguó el duelo continental por Amado Nervo.
Quizá ese sea uno más de los misterios del arte. ¿Cuándo la fama de un escritor trasciende a sus obras?
Cuando un novelista describe una matanza de miles de personas como consecuencia de la irrupción de una compañía bananera en los maridajes con el poder, como es el caso de los coletazos contra la multitud masacrada en la novela del colombiano recientemente muerto, la descripción no hace sino reproducir las imágenes de una realidad imaginada o en el mejor de los casos invocada, y si no hay en esa realidad ni una sola gota de sangre, sí hay un eco de hechos reales. La realidad real impresiona más en tanto se vuelve materia de la realidad irreal; el arte.
Sin embargo no falta el zafio cuya voluntad pretenda prohibir la circulación de una denuncia como esa, ni tampoco la del oportunista cuya perspicacia lo haga imaginar en el texto un mensaje subliminal en contra de tal o cual gobierno. En otros casos, cuando hay un texto sin intenciones de figuración, como es el caso del libro de Elena Poniatowska sobre la noche de Tlatelolco (obra sin ficción aun cuando tenga errores), el tomo se guarda en la bóveda de los libros donde dejan su legado en el banco de la letra los recipiendarios del Premio Cervantes, tal acaba de suceder con el premio a la narradora mexicana. En buena hora.
No sabemos sin embargo cuándo el escritor deja de ser un creador de fantasías y mundos imaginarios —personas de voz y espíritu alejadas del hueso y la carne—, para convertirse en un pontífice entre la realidad y la imaginación.
Y no hablo solo de la simbiosis de aprovechamientos mutuos una de cuyas peores historias —por ejemplo— fue la de Stalin con Máximo Gorki a quien encarceló tras la muralla de su propia vanidad o Salvador Díaz Mirón y sus loas repugnantes a Victoriano Huerta, figura cuyo papel ya ha sido ahora analizado con motivo del Centenario de la invasión yanqui del 14 de la cual hemos escrito ya sobradamente en estos días.
Los escritores se convierten en Papas de la opinión pública. Son venerados y en muchos casos idolatrados. Hoy no hay mexicano con noción (o ficción) de su propia importancia en cuya historia personal no haya una anécdota con GGM. Sus firmas en la página blanca al arranque del libro, son atesoradas como talismanes y de la fotografía con él se hacen alardes infinitos.
—Aquí estábamos en… aquí fue cuando lo entrevisté… aquí me está firmando un libro…
Quizá sea una perogrullada pero más allá de la importancia social, a mi modo de ver la verdadera trascendencia de un escritor, un novelista o un poeta está en hacernos felices con el estímulo de nuestra imaginación, con el aliento de la sensibilidad, con el empuje de brisa en la barca del pensamiento; el impulso a la capacidad de soñar y quizá ejercitar ese maravilloso invento de los humanos: creernos felices, no importa cuanto tiempo dure la dicha.
A veces las palabras nos llevan al paraíso. A veces nos llevan al infierno. Pero en ambos casos —y no hablo del Dante, ya sería mucho y demasiado—, un hombre de letras nos lleva de la mano a un mundo donde nos sentimos mejor y al cual podemos volver con la magia de los ojos.