La muerte del abuelo

Han pasado varios años, pero lo recuerdo vívidamente. Fue un viernes por la tarde cuando me llamó mi madre para decirme: dice Jorge (Oseguera) que tu abuelo tiene una neumonía. ¿Qué hacemos? —Déjame ir a visitarlo y te digo, le contesté. Era una de esas noches lluviosas y en el camino hacia su casa fui recordando su casi inexistente historia clínica. Hombre sano toda la vida. Genes envidiables.
Su madre sana murió a los 95 años una mañana cuando llegó del mercado y se recostó a descansar. Su hermano Mario murió como a los 70 años de un infarto del miocardio. Era fumador intenso. Una de sus hermanas se suicidó en un cuadro depresivo.
Las otras dos llegaron a los 100 años. A una de ellas me parece que se le olvidó morirse. Desde la juventud fumaba uno o dos cigarrillos al día. Lo dejó por ahí de los 70 años. Disfrutaba un buen whisky o tequila, pero nunca lo vimos ni tantito pasado de copas. Jugó por años frontón, a lo que le siguió el golf.
Todo con moderación decía y así vivió una vida plena. Jugaba dominó con maestría. Cuando los perdedores daban pocos puntos decía: un punto, ¡y la mano! A los 90 años se compró un carrito para el golf, porque decía que ya se cansaba en los 18 hoyos. Manejó su coche hasta los 92 años.
A los 93 años fue la primera vez que realmente tuvo que ingresar a un hospital. Desarrolló un cuadro de sub-oclusión intestinal. Lo observamos como cuatro días. Fue necesario operarlo.
Lo hizo con maestría el doctor Miguel Ángel Mercado, sin complicación alguna. Pero el cerebro de un nonagenario ya no aguanta lo mismo durante la anestesia. Primero tuvo delirio y luego, se aceleró una afasia que parecía de conducción. Entendía la conversación. Podía hablar, pero no encontraba las palabras.
Cuando quería contarte algo, la frase iniciada era interrumpida a la cuarta o quinta palabra para buscar el resto, sin éxito. Después de hacer un esfuerzo te decía: —Luego te cuento.
A los 94 años tuvo una perforación intestinal. Bajaba del avión cuando sonó el celular. Era uno de mis hermanos que me dijo: —Van a tener que operar al abuelo, tiene una perforación del intestino. Le contesté: que no hagan nada hasta que llegue al hospital. Ahí estaba el abuelo con dolor abdominal, no muy intenso, sin fiebre, ni leucocitosis.
La placa de abdomen era contundente. El aire libre en cavidad hacia la clásica burbuja por encima de la silueta hepática. Le dije a Miguel Ángel: —No quiero que lo operes MAM. Va a salir bien de la cirugía, pero lo vamos a perder para siempre. Ve la afasia que tiene y a ratos ya no nos reconoce. Si se ha de morir por esto, que sea lo que tenga que ser. Pero el abuelo tenía otros planes. Decidió no aprovechar el momento.
No lo operamos, pero a la semana ya estaba como nuevo, disfrutando de su tequilita a la hora de la comida. Algunos le llaman milagro. Los científicos solo decimos que no sabemos que pasó. La historia natural de la perforación intestinal en esas circunstancias no se conoce. No existen series de nonagenarios con perforación intestinal que no sean sometidos a cirugía. De hecho, prácticamente no existen series de nonagenarios. Conocemos poco de la medicina en ese momento de la vida. Quizá un pedazo de epiplón de alguna manera le selló el intestino y le regaló un año más de vida. El deterioro neurológico, sin embargo, continuó poco a poco. Al final ya solo reconocía bien a su hija (mi madre).
Al verlo me percaté de que respiraba con dificultad y estaba obnubilado. No tenía fiebre, pero en realidad tenía muchos años que ya no le daba fiebre. La enfermera que lo cuidaba reportaba presión arterial normal. Lo había canalizado y le pasaba una glucosada a 5% de 500 ml para 24 horas. Tenía buen flujo urinario, pero con fibrilación auricular. La exploración torácica era contundente. Condensación pulmonar basal izquierda, como lo leí por vez primera en el libro de semiología clínica de Suros. En el resto de los campos pulmonares se escuchaban flemas al respirar.
Le habíamos puesto puritan para las noches. Me veía fijamente mientras lo revisaba. Casi estoy seguro de lo que me quería decir. Cuando salí, mi madre y el tío Alberto me preguntaron con angustia: ¿Lo llevamos al hospital? ¿Llamamos a la ambulancia? No me costó trabajo tomar la decisión en ese momento, porque en realidad ya la había tomado un año atrás. —Ni ambulancia, ni hospital, le contesté. Aquí se queda. Si lo llevamos al hospital, lo van a terminar intubando. Y si no quiero que lo intuben, entonces para que lo llevo. —Se va a morir, exclamó mi madre, pero reconocí en ella esa mirada que te dan los pacientes/familiares cuando confían plenamente en ti y se ponen en tus manos. – Si, le contesté. Hoy mismo o mañana.
Poco a poco la familia fue llegando. Con dificultad por la insuficiencia respiratoria, pero le dimos de cenar. Cada uno fue pasando a saludar y a despedirse. Cada quien tuvo la oportunidad de decirle lo que quiso. Mi madre lo persignó y le dijo: ¡Adiós papá, me saludas a mi mamá y le dices que nos veremos pronto! Apenas habían pasado unas cuantas gotas de midazolam y se quedó dormido. Ya no volvió a despertar. Todavía respiró con dificultad 18 horas más.
El sábado llegaron los que habían faltado. Podían pasar a verlo, pero ya estaba dormido. Tres hijos, un yerno y una nuera. Once nietos (y sus cónyuges), 21 bisnietos. Casi todos estaban ahí. Pedimos paella para todos. Un buen Rioja tenía que ser el acompañamiento. Cada quien encontró su sillón o rincón favorito de la casa para rumiar su tristeza.
En su cuarto instalamos una bocina para el iPOD. Le pusimos los boleros que le gustaban y luego música celestial. La coral sacra de Vivaldi, la misa en Si menor de Bach, el Réquiem de Mozart, la resurrección de Mahler y la misa solemnis de Beethoven, en ese orden. Se nos murió en la novena, pero no llegó a la oda a la alegría. Se fue en el tercer movimiento. Por supuesto, es con mucho el más bonito. Desde entonces ya no lo escucho igual.
Yo estaba recostado junto a él y en el reposet estaba mi esposa y una de mis hermanas. Con los ojos cerrados escuchaba la música y la respiración cada vez más superficial, cada vez con más espacios de silencio. Pensaba en que por eso a la novena sinfonía de Mahler se le ha asociado con la muerte, porque el último movimiento es así. Se va apagando lenta y tranquilamente, pero con ese violín que te mantiene tenso hasta el final. De las pocas obras en que la audiencia se abstiene de irrumpir en aplausos.

– Gerardo Gamba