«El teatro de las locas»: el oscuro experimento de los inicios de la psiquiatría

  • Augustine fotografiada por Regnard, en la publicación médica «Iconographie Photographique de la Salpetriere» (1876-80).

«Qué recuerdos tan dulces y melancólicos todavía tengo de esos días…», escribió Jeanne Beaudon en sus «Memorias» en 1933, refiriéndose a los 18 meses que pasó en el hospital La Salpêtrière de París. Fue internada en 1882, a los 14 años, pues sufría de «baile de San Vito», como se le decía a la corea de Sydenham, una enfermedad infecciosa del sistema nervioso, pero la mantuvieron ahí para protegerla de su abusiva madre.

Recuerdo los hermosos edificios, los macizos de flores ordenados, los techos suaves de La Salpêtrière y recuerdo cómo parecía que las magníficas puertas de hierro forjado me encerraban con algún pasado grandioso y glorioso. Sólo que ese pasado no era precisamente grandioso ni glorioso.

La Salpêtrière, ubicado en el extremo sureste de la ciudad, había empezado siendo una fábrica de pólvora, pero en 1656 Luis XIV decidió «poner fin a la mendicidad y la ociosidad, como fuente de todo desorden» y convirtió el lugar en uno de los establecimientos que formaban parte del Hospital General de París.

Destinado a alojar a mujeres que la sociedad consideraba anormales —como señala Michael Foucault en su seminal «Historia de la locura en la época clásica»— La Salpêtrière no ofrecía tratamientos ni cuidados sino exclusión y recibía a las arrestadas en las redadas en las calles de la capital francesa que no eran elegidas para convertirse en las madres de la Nueva Francia en América.

En esa era del «Gran confinamiento», La Salpêtrière era usado como prisión para prostitutas, criminales dementes, discapacitadas mentales y pobres.

Con el tiempo, las razones para internar a mujeres en el lugar se multiplicaron y miles de mendigas, hijas del adulterio, huérfanas, lisiadas, ciegas, epilépticas, alcohólicas, seniles, suicidas, idiotas, moribundas, ladronas, criminales, brujas, hechiceras, protestantes, judías, melancólicas, lesbianas, prostitutas, locas, libertinas, depravadas, erotomaníacas, gordas, malcriadas, bohemias y demás terminaron tras esas magníficas puertas de hierro forjado que más tarde recordaría Jeanne Beaudon. Y luego llegó la Revolución, con una masacre, una liberación y un gran cambio.

Liberación

La Revolución francesa no ocurrió de un día para otro; fue un proceso que duró desde 1787 hasta 1799, en el que las prisiones tuvieron una y otra vez roles protagónicos, desde la famosa toma de la Bastilla hasta las Masacres de septiembre de 1792, cuando entre 1.110 y 1.400 reclusos en cárceles de París y otras ciudades fueron ejecutadas.

La Salpêtrière, que servía también como prisión, fue asaltada y más de 100 prostitutas fueron liberadas, pero 25 «locas» fueron sacadas de sus celdas y asesinadas en las calles. Sin embargo fueron los principios de esa misma revolución de la que hizo parte ese sombrío episodio los que eventualmente inspirarían cambios para la población residente en el desafortunado lugar, de la mano de doctor Philippe Pinel quien, de cierta forma, extendió «Los derechos del hombre» a las reclusas.

Pinel mismo era producto de la Revolución francesa, un médico provincial pobre que logró ascender gracias a su talento. Era un aliensita —médico especializado en desórdenes mentales— y parte de un movimiento de reforma que estaba también en marcha en Inglaterra, Francia y Estados Unidos para humanizar el trato de los pacientes.

Había trabajado primero en el hospital de Bicêtre, que albergaba a unos 4.000 presos, entre ellos unos 200 enfermos mentales, a los que se dedicó.

En 1794 se convirtió en jefe del servicio médico de La Salpêtrière y empezó a mejorar las instalaciones así como el tratamiento de las confinadas, incluyendo una nueva «terapia moral» desarrollada por él y sus contemporáneos en los asilos reformados, que se basaba en la idea de «liberar a la humanidad atrapada de los enfermos mentales».

Entre tanto, afuera el público sentía tanta curiosidad que, como informó el diario Morning Post, «en 1799 estaba de moda» ir a ver a las reclusas.

Lo hacían para «estremecerse ante los dichos salvajes y la violencia de los infortunados seres encerrados en aquellos refugios de las peores enfermedades humanas».

«Tan numerosos eran los que disfrutaban de este cruel pasatiempo que las autoridades municipales se vieron obligadas a intervenir» y ordenaron que se cerrara.
No obstante, tras las rejas, los cambios continuaban. En 1.800 Pinel les quitó las cadenas que habían llevado en algunos casos por décadas las mujeres, un evento que conmemoraría 76 años después el pintor francés Tony Robert-Fleury en «Pinel liberando a las locas».

Una década más tarde, un joven estudiante de neurología llamado Sigmund Freud admiraría el cuadro y reflexionaría: «La Salpêtrière, que había sido testigo de tantos horrores durante la Revolución, también había sido el escenario de la más humana de todas las revoluciones».

La enfermedad del siglo

Pero aunque el cuadro celebraba una liberación que había ocurrido en 1800, mostraba evidencia de lo que sucedería después.

Si bien los alienistas que trabajaban bajo Pinel experimentaron con terapias que incluían algunas poco ortodoxas como una cura con champán, las mujeres con la boca abierta que se rasgan la ropa, alucinan o miran fijamente al espacio en el lado derecho del lienzo reflejan la literatura médica popularizada por el doctor Jean-Martin Charcot.

Charcot fue nombrado en 1862 director del hospital y, aunque fue principalmente un neuropatólogo y convirtió a La Salpêtrière el centro neurológico más importante del mundo, desarrolló un profundo interés por lo que el escritor Jules Claretie, entre otros, calificó como «la gran enfermedad del siglo». Era un mal con el que los franceses estaban obsesionados, pero no uno que habían inventado.

De hecho, sus inventores no fueron ni siquiera los antiguos griegos, quienes sin embargo contribuyeron con la palabra que lo nombra: histeria, del griego hístero, que significa útero. Resultó muy útil, pues durante casi toda la historia sólo se le podía diagnosticar a la mitad de la humanidad carente de pene y cubría un amplio espectro de irregularidades, desde el insomnio y la irritabilidad hasta la infertilidad y la infelicidad, incluyendo fallas como la desobediencia y la impertinencia, la reticencia a casarse y la falta o exceso de apetito sexual.

La miseria humana

Charcot se había hecho conocido en los círculos científicos por una asombrosa serie de descubrimientos en neurología, pero su decisión de abordar la histeria llevó su fama a otro nivel. En ese «gran asilo de la miseria humana», como lo llamaba, Charcot y su equipo se dedicaron a estudiar a las cautivas diagnosticadas con ese mal.

En un informe de 1878, rechazó la idea de que todas las formas de histeria tenían una base puramente psicológica y, aunque no pudo encontrar ninguna base anatómica para sus conclusiones, aisló una forma extrema como una «alteración fisiológica» o una névrose (una aflicción general del sistema nervioso)…