Un antídoto contra el olvido

Así estaban ahora, completamente desnudos al Sol, que llevaba horas ardiendo sobre sus cuerpos.

Entre tanto, iban sucediéndose todos los rituales que debían convertirlos en Häftlinge.

Tras un banco alargado había seis peluqueros que rapaban las cabezas y afeitaban todo el vello del cuerpo sin preguntar si el caballero deseaba talco o un masaje. Eran rudos y estaban de mal humor por tener que trabajar tanto durante la calurosa tarde.

Al utilizar cuchillas romas, era más un arrancar el pelo que afeitar.

A quien no giraba el cuerpo y se retorcía, de tal modo que ellos pudieran llegar fácilmente a todas partes, lo empujaban e incluso golpeaban.

Quien ya había terminado con el Friseur recibía en la mano un papelito con un número escrito que debía llevar al tatuador. A Hans le tocó el número 150822.

Se limitó a sonreír con desprecio cuando le grabaron el número en el brazo. Ahora ya no era el Dr. Van Dam, ahora era el Häftling 150822.

Qué le importaba a él si pudiera volver a ser una vez más el Dr. Van Dam. ¡Ojalá!

Y luego estaba otra vez esa idea que le rondaba por la cabeza como una gran bola. Una idea que sonaba como la voz de un gramófono pasado de revoluciones, sobre la que ya no tenía ningún poder.

Un puñetazo en la espalda lo hizo despertar.

En la Effektenkammer entraron unos cincuenta hombres. Allí se encontraba el baño, había muchas duchas correlativas y cada ducha debían compartirla tres hombres. Salía un poco de agua templada, demasiado fría para despegar el sudor estival y el polvo y demasiado caliente como para refrescarse.

Luego llegó un hombre con grandes guantes de plástico que, con la misma escobilla, les untó un poco de apestoso desinfectante en las axilas y en el pubis.